La Constitución no es la culpable
Para Hakansson, están pendientes unas reformas de “segundo piso”, como un nuevo régimen tributario, más y mejor infraestructura pública, reducción de la informalidad, la cual llega a más del setenta por ciento. El treinta por ciento paga impuestos, pero sin recibir a cambio servicios públicos de educación, salud, seguridad, y que cubre con sus ingresos.
Las huelgas en distintos sectores laborales y el bloqueo de carreteras, producto del elevado precio de la gasolina, que ocasionan inflación económica, disturbios callejeros y descontento ciudadano son, según el oficialismo, culpa de la Constitución de 1993 que no permite el control de precios en los productos de primera necesidad. Nos preguntamos si se trata de una afirmación que tiene asidero en la realidad política y económica del país. La respuesta dista de las percepciones que tiene y reclama el gobierno a la Carta de 1993. Lo explicamos.
En primer lugar, desde la entrada en vigencia de nuestra Constitución, hace casi treinta años, la inflación fue sostenidamente decreciente, alcanzando estabilidad en el tiempo. Un proceso que tomó cierto tiempo a causa de la aguda crisis económica padecida en los años setenta y ochenta. El crecimiento económico esperado por las reformas estructurales (la participación subsidiaria del Estado en la economía solo por ley expresa, alto interés público y conveniencia nacional), tardó poco más de una década para ser percibido por la ciudadanía.
El “chorreo”, como así se conoció al progresivo mejoramiento de la capacidad de gasto y endeudamiento de los ciudadanos, tuvo cerca de ocho años continuos, lo que dio lugar a la inversión inmobiliaria, acceso a la educación superior, compra de automóviles y formación de una clase media emprendedora pero surgida desde la informalidad.
Una condición que los gobiernos no han resuelto por medio de unas reformas de “segundo piso” (nuevo régimen tributario, más y mejor infraestructura pública, reducción de la informalidad, etcétera), sino que permitieron llegar a niveles de más del setenta por ciento. Por tanto, la recaudación fiscal de todo el país se reduce a un treinta por ciento que paga impuestos, pero sin recibir a cambio servicios públicos de educación, salud, seguridad que también cubren con sus propios ingresos. El problema fueron los gobiernos, no la Constitución que mejoró las condiciones.
La descentralización política del país es otro problema actual. El diseño regional aprobado y aplicado a inicios del siglo XXI no ha dado los frutos esperados. Casi veinte años después, ninguna región ha crecido o transformado en una ciudad moderna, próspera y en franco crecimiento económico, social y cultural; salvo tímidas excepciones de una o dos regiones, que se explican por su tradición histórica, solo la inversión privada es notoria con mejores y modernos servicios, pero con un déficit de infraestructura y obra pública sin resolver.
A la fecha, no existe una región que haga las veces de una ciudad que contrapese a la capital, como es el caso de Quito-Guayaquil en el Ecuador. Todo lo contrario, la descentralización y corrupción también ha estancado el desarrollo de Lima. El problema fueron los gobiernos, no la Constitución que mejoró las condiciones para una honesta inversión pública: el privado genera ingresos, brinda empleo y tributa, el gobierno administra los impuestos y distribuye esa riqueza a través de mejores servicios públicos.
La Constitución de 1993 es la única con cuatro gobiernos consecutivos electos en procesos democráticos, que no sepamos elegir es culpa de los ciudadanos. Nació sin legitimidad de origen, es cierto, pero con el tiempo adquirió validez con la transición democrática, como lo ha sostenido el Tribunal Constitucional (Exp. No. 014-2003-AI/TC).
También es la Norma Fundamental con mayor desarrollo jurisprudencial gracias a la labor del Tribunal Constitucional, con sentencias de todo tipo y gustos, varias de ellas moderando alguna de sus disposiciones proclives a la flexibilidad laboral y otras que mal interpretadas podrían derivar en manifiestas arbitrariedades de los poderes públicos. No obstante, cabe señalar que la validación de una denominada “denegatoria fáctica de la cuestión de confianza”, fue un problema de “personas” en el Derecho y la Política, pero no de la Constitución.
Se trata de algunos argumentos en favor de la Constitución que deben centrar la discusión si los gobiernos cumplen con las disposiciones programáticas que, como mandatos de optimización, es deber de los partidos políticos que llegaron al ejecutivo dar prioridad como si se tratara de un plan de gobierno.
De este modo, terminamos dando respuesta a la pregunta con la que iniciamos esta columna: la Constitución de 1993 no es la causante de las huelgas en distintos sectores laborales y bloqueo de carreteras, la inflación económica, los disturbios callejeros como tampoco del mayor descontento ciudadano.