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Doctor Sombra: La historia de Segisfredo Luza

Un psiquiatra se enamora de su paciente y mata al joven que la pretendía. El presidente lo perdona y le pide tramar psicosociales a favor de su gobierno. Se vuelve famoso en el arte de engañar a la masa. Es tan bueno que hace llorar a una virgen de yeso y todos le creen. Se llama Segisfredo Luza, su historia sucedió en el Perú y hoy nadie la recuerda.


Martha se vio al espejo y juzgó que su nariz no era tan delicada como la de Teresa. Estaba en el baño de su casa en el balneario de La Punta. Era diciembre de 1964. Entonces se subió a un taxi y pidió que la llevaran a la clínica San Felipe. Allí se sometió esa misma mañana a un refinamiento nasal. Cuando le dieron de alta, fue a la tienda “Renée” a comprar vestidos de diseño y a la casa “Mademoiselle” a adquirir calzado recién llegado del primer mundo. Sabía, por boca del propio Segisfredo, que era allí donde Teresa compraba las prendas con las que aparecía en las páginas sociales de los periódicos. Ella nunca había Un año y medio atrás, su mamá la había llevado al consultorio del doctor Segisfredo Luza para que la calmara de un ataque de histeria. Martha estaba profundamente deprimida porque se iba a casar con alguien que no amaba: su primo Eduardo, un agrónomo con quien llevaba seis años de relación y a quien toda su familia adoraba. Ella, que estudiaba artes plásticas, sentía que él estaba a millas de distancia de su alma sensible y desadaptada. Martha detestaba las convenciones familiares, las buenas maneras, el diálogo obligado. Por aquellos días, Segisfredo aparecía en televisión opinando como un brillante psiquiatra doctorado en la Universidad de Heidelberg, Alemania, así que los papás de ella no dudaron en confiarle a su hija.

Cuando Martha llegó a la consulta, tenía 22 años. Su terapeuta, 34. Luza logró apaciguar los demonios internos de ella, y ella empezó a sentir una extraña simpatía por él. Cuando el tratamiento acabó Martha lo llamaba para decirle que necesitaba “un chequeo”, así es que las citas empezaron a darse en la calle: iban juntos al museo, hablaban de arte, empezaron a verse todos los sábados. Pronto Segisfredo se dio cuenta de algo: su paciente era bella y encantadoramente conflictiva, le daba frescura a su vida, que había caído en la inercia desde que se casó con Teresa de Rávago, mujer de la más rancia aristocracia arequipeña.

Un día la mamá de Martha llamó a Luza para decirle que su hija se había tomado decenas de pastillas. Contó que la salvaron gracias a un lavado gástrico en la clínica Anglo Americana. Segisfredo fue corriendo a verla. Ella le confesó que lo había hecho porque su prometido, el primo Eduardo, la había forzado a tener sexo. La confidencia selló la unión entre ambos, que iniciaron un amor tan explosivo como clandestino. Se empezaron a ver casi todos los días al borde de la medianoche.

Segisfredo le prometió a la joven que pronto se divorciaría de Teresa, con quien lo unían tres hijas pequeñas. Incluso, visitó a los padres de la pintora para expresar sus intenciones. Pero los meses pasaban y Martha veía cómo su amante, a quien ya llamaba “esposo mío”, iba a todas las reuniones del brazo de la Rávago. Le reclamó esto al psiquiatra, que le pidió que tuviera paciencia. Una tarde amenazó con herirse con un cuchillo. Luza logró calmarla diciéndole que en los próximos días se divorciaría. Sin embargo, la anunciada separación no se produjo. Entonces ella se convenció de que él no la quería porque era fea y se vestía mal. Lo que tenía que hacer era parecerse a Teresa. Y empezó por replicar su nariz.

En setiembre de 1966, Luza, en su calidad de presidente de la Sociedad Peruana de Psicología, viajó a Madrid todo un mes para asistir a un congreso mundial de psiquiatría. Como era de esperarse, fue con Teresa. De vuelta a Lima, telefoneó a Martha para invitarla a dar un paseo por el malecón de la Marina. Dijo que le había traído un regalito.

Esa tarde la pintora apareció con los ojos vidriosos, habló confusamente de un aborto y anunció que por fin había conocido a un hombre que la quería. Se llamaba Fares Wanus, era de origen árabe y tenía su misma edad. Agregó que se iba a casar con él. Segisfredo cerró los ojos y suspiró profundamente. De verdad quería a Martha y si no abandonaba a Teresa era porque pensaba que eso lo alejaría de sus hijas. Se lo explicó, pero ella no estaba dispuesta a escuchar una promesa más. Esa misma tarde, Martha, sin avisarle a nadie, viajó a la hacienda que su familia tenía al norte del Perú.

Luza canceló a todos los pacientes que tenía en espera y empezó a indagar desesperadamente por Fares. Buscó a una amiga de Martha, llamó a una paciente que apellidaba Wanus, fue al edificio en el que vivía el joven en San Borja, se subió al capot de un auto para ver mejor la habitación que al parecer ocupaba. Cansado, llamó a Martha, que le contó que estaba en el norte con Fares. Dijo que la estaban pasando bien. El psiquiatra subió a su coche y empezó a divagar sin rumbo por Lima. Luego de varias horas recaló en su consultorio, en los altos de un antiguo edificio de la avenida Guzmán Blanco, en el centro de la ciudad. Se sentó en su escritorio y se prescribió él mismo una dosis de antidepresivos.

A los pocos días, el 13 de octubre de 1966, a la una de la tarde, Luza apareció en el hall de la inmobiliaria donde trabajaba Fares Wanus. Tenía ojeras y estaba exaltado. El joven salió a recibirlo y le pidió que hablaran más tarde en otro lugar. Segisfredo propuso el bar Monarca, que quedaba en el primer piso del edificio de su consultorio. Se dieron la mano en señal de aprobación.

A las seis y cuarto se encontraron en una mesa del bar. Ambos ordenaron un café. Wanus le pidió a Luza que se olvidara de Martha de una buena vez. Segisfredo respondió a gritos que ella había pasado los mejores momentos de su vida con él. Luego, aparentemente resignado, le pidió subir a su consultorio para darle una pintura que Martha le había pedido. Entraron a la oficina, que estaba pobremente iluminada, y el psiquiatra le pidió a Fares esperar en el escritorio. Cuando volvió, en vez del cuadro, traía entre manos una Browning 9 milímetros que percutió varias veces sobre su rival. Wanus se desparramó sobre la silla. Luza, con las pupilas extraviadas, lo remató en la cabeza.

Segisfredo se entregó a la policía esa misma madrugada. En los días siguientes empezó un juicio que tuvo gran eco en las páginas policiales y que incluyó tres peritajes psicológicos al homicida. Los exámenes arrojaron que el psiquiatra poseía una “personalidad anormal de tipo esquizoide” y que al momento del crimen estaba “en estado paranoide y en un cuadro de delirio pasional”. Esto atenuaba la pena, que en otras circunstancias podría haber sido la muerte, según las leyes entonces vigentes. Un hallazgo que dio mucho que hablar fue que la necropsia arrojó “indicios de sodomía” (sexo anal), lo que llevó a especular que Fares en realidad era homosexual y se había prestado a una patraña para que su amiga Martha escarmentara al psiquiatra. Esto nunca pasó de ser un mito de sobremesa.

En abril de 1971 Segisfredo fue sentenciado a ocho años de prisión, que considerando su carcelería anterior vencían a fines de 1974. En julio de 1971, aprovechando las fiestas patrias, Luza le escribió una carta de puño y letra al presidente Juan Velasco Alvarado contándole su infortunio. La misiva terminaba con esta frase de León Tolstói: “La humanidad tiene dos tipos de hombres: los reclusos y los hipócritas”. El presidente lo indultó.

Para corresponder el gesto, el psiquiatra empezó a trabajar ad honorem en la Oficina Central de Información (OCI) del gobierno peruano. Allí lo pusieron a cargo del Departamento de Operaciones Psicológicas, una oficina que elaboraba sofisticadas campañas de comunicación con el fin de mantener al pueblo alejado de la protesta. Por ejemplo, cuando el régimen tuvo que subir el precio de la gasolina, Segisfredo concibió un plan para que esta medida no sólo no fuera rechazada, sino que incluso fuera aplaudida por la gente: un mes antes del aumento hizo circular en los medios de comunicación el rumor de que el incremento iba a ser el doble de lo que se tenía decidido, así que cuando el cambio efectivamente se produjo la gente miró al cielo agradeciendo un aumento benigno. En otra ocasión, Luza calmó a unos huelguistas en Pucallpa poniéndoles partidos de fútbol en televisores gigantes.

 

Segisfredo Manuel Luza Bouroncle, nacido en Arequipa el 7 de noviembre de 1928, mostró una gran inteligencia desde que era pequeño. Cuando tenía cuatro años, su papá, un contador de filiación aprista, lo llevaba donde sus vecinos para que leyera en voz alta periódicos y revistas. A los cinco, cuentan, balbuceaba extractos completos de “Guerra y paz”, de Tolstói. A los trece, se integró a la Juventud Antoniana, un grupo de caridad que daba clases nocturnas a niños mendigos. A los diecinueve, fue a Lima a estudiar medicina en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Uno de sus profesores, el eminente psiquiatra Honorio Delgado, director del hospital Larco Herrera, vio sus cualidades y lo reclutó como practicante. En 1954 se graduó en el primer puesto de su promoción.

En 1958, al volver de su doctorado en Alemania, dio una conferencia titulada “En torno a la fama y la notoriedad personales”, que fue un elogio a la modestia. Y pronto empezó a publicar en la revista “Caretas” ensayos de gran penetración psicológica como “Vallejo y el hábito de la angustia” y “Belaunde, Unamuno y la esperanza”. Luego, en su mejor momento, conocería a Martha.

Cuando salió de prisión Luza se dedicó a trabajar de forma obsesiva. El general Edwin “Cucharita” Díaz, quien sería su jefe en la OCI, recuerda que se quedaba casi todos los días hasta las once de la noche. También empezó una carrera como catedrático en la Universidad Nacional Federico Villarreal. Y empezó a rechazar entrevistas. La idea era que la gente se fuera olvidando poco a poco de él. En 1975 llamó a su despacho al periodista Gonzalo Añí, entonces jefe de policiales del diario “Ojo”, y le dijo: “Hermano, déjame ser un hombre nuevo, ya no toques el problema que tuve”. El periodista había publicado una nota recordando el crimen.

Con la llegada de Alberto Fujimori al poder, Segisfredo Luza empezó a brindar asesoría al Servicio de Inteligencia Nacional de Vladimiro Montesinos. Montesinos le era familiar porque el papá de este se había casado con su tía, Carmela Bouroncle. En aquel tiempo algunos militares lo identificaron como el cerebro detrás de las más alucinantes operaciones psicosociales del régimen. A inicios de 1991 una virgen de yeso empezó a “llorar” en una casa de Carmen de la Legua, en el Callao. El gobierno acababa de dar un paquete de medidas contra la inflación, los precios se disparaban, entonces la gente iba a pedirle un milagro a la virgen que llora.

“Pasar de ser un intelectual centroeuropeo, profundamente involucrado en los misterios de la psiquis humana, a ser un empleado de Montesinos debió de haber sido una especie de humillación –dice el periodista Gustavo Gorriti, quien investigó de cerca el aparato de inteligencia de Fujimori–. Quizá la única protección que le quedaba era el anonimato”.

En los noventa Luza vivió en la más absoluta discreción. Por ejemplo, muy pocos se enteraron que tuvo una segunda esposa, una mujer apellidada Jáuregui, que murió de cáncer en 1994. Ella era un exagente de la OCI. Luego de su muerte, Segisfredo se fue a vivir a una casa apartada en Cieneguilla. Lo acompañó el último de sus hijos, Alexander Luza Jáuregui. Pronto el joven tuvo que mudarse a una zona más céntrica para estar cerca de su universidad y el psiquiatra se quedó solo. A las hijas que tuvo con Teresa no podía verlas porque estaban a miles de kilómetros, en España, con su madre. “Este lugar es inmenso y a veces me siento solo”, dijo en una de sus últimas entrevistas.

El 28 de setiembre del 2012, mientras leía un libro tumbado en el sillón, se empezó a retorcer de dolor. Sus perros pastores, Gorky y Charly, se acercaron y empezaron a ladrar: fueron los últimos en verlo vivo?.