< Detras de la cortina

Necesitamos líderes con ideales basados en los grandes valores

El caso de Odebredcht y las compañias brasileñas no sólo ha demostrado la incapacidad para combatir la corrupción en el estado peruano, sino ha desnudado nuestra pobreza institucional, y a la mal llamada clase política.

El analista Martín Santiváñez, Decano de derecho de la universidad San Ignacio de Loyola, columnista del blog "El montonero" y del diario "Correo", vincula en este poléimico e interesante artículo estas dos taras de la política peruana. 

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La crisis originada por Odebrecht debe convertirse en el punto de partida para la regeneración de la democracia peruana. La corrupción es un mal endémico que azota a la República desde antes de su fundación, y nuestra clase política ha sido incapaz de crear un Estado transparente y eficaz, generando la insatisfacción histórica del pueblo. 

Hay un divorcio claro entre la élite y la población. Este divorcio tiene un resultado concreto: la clase dirigente no dirige y el pueblo busca un caudillo (un inca) que nos conduzca hacia el desarrollo. La debilidad de los partidos políticos está relacionada con este divorcio histórico. La desconfianza del pueblo se acentúa cuando la corrupción se transforma en un fenómeno endémico. A más corrupción, más repudio a la clase dirigente. Y, por tanto, mayor oportunidad para la antipolítica disruptiva de los outsiders y los radicales. 

La corrupción afianza este divorcio nacional que nos condena a ser un país invertebrado. El problema, más que de instituciones, es de personas. Las reglas de juego, la arquitectura legal puede ser óptima, pero si el liderazgo falla las instituciones son letra muerta. Las leyes necesitan actores y el Estado de Derecho no es una entelequia teórica: se pone en práctica o se debilita. 

Por eso, el factor humano es esencial para analizar la realidad del sistema político peruano. Podemos estar cubiertos en el ámbito de las formas, pero el fondo de la política siempre tiene un componente personal y, por tanto, ético. 

La crisis de Odebrecht es una manifestación más de la crisis histórica de la política peruana. Hace cien años Víctor Andrés Belaunde hablaba de “la crisis presente”. El diagnóstico, con pequeñas variantes, continúa siendo válido. 

Detrás de la manifestación política, económica y social de la crisis de la corrupción vislumbramos claramente una crisis de orden moral, ético: una profunda crisis de valores. Esta crisis de valores constituye la debilidad del sistema republicano en el país. Cuando un orden ético concreto es remplazado por el voluntarismo ideológico, por el maquiavelismo político o por el relativismo evanescente, la crisis transforma al Estado en un agente de intereses privados que deja de lado su rol como instrumento para el bien común. 

Un Estado sin un orden ético concreto se convierte fácilmente en el destructor del bien común. La corrupción es la consecuencia predecible ante esta crisis de valores.

La crisis de valores solo tiene una solución personal. 

Ciertamente, la dimensión institucional es importante y varios reajustes pueden hacerse en el diseño de nuestro sistema político. Pero no nos engañemos, pues la regeneración democrática tiene un alfa y un omega: las personas, los peruanos, la clase dirigente, la población. Construir sobre normas es arar en el mar.

Si no hay una metanoia política que involucre a los actores, los cambios normativos serán meros paliativos, maquillaje que no penetra en la raíz del problema. 

Por eso, una adecuada política regenerativa tiene que abordar el problema en su totalidad: el Perú necesita que sus líderes abracen un ideal colectivo basado en los grandes valores de nuestra historia. Valores incomprensibles sin la fecundidad absoluta del cristianismo. 

3/1/2017

Blog "El montonero"

Reproducido con la autorización del autor