1982: 40 años y no cansa
"El fútbol es el arte del engaño, dices ir por un lado y sales por el otro", refiere el gran Julio César Uribe, el Diamante. Pero no solo es engañar y burlar al rival, también es encantar y herir. El fútbol es el arte del engaño y más aún, es el arte de la nostalgia.
Veníamos los peruanos desencantados por el humillante resultado en el mundial de 1978, cuando la atrevida selección de Marcos Calderón clasificaba merecidamente a la siguiente etapa, tras vencer a Escocia y empatar con Países Bajos ?Holanda, que en léxico futbolístico suena a peso pesado?.
En Argentina la selección se convirtió en una caricatura de su pasado inmediato. Años después la clasificación peruana para España 82 fue tan asombrosa y elegante que lo sucedido en el 78 rápidamente fue archivado bajo el rigor de una amnesia voluntaria. Pero de igual modo aquella tonada: «Qué bonito juega el equipo de Tim, salen y dominan de principio a fin», se canjeó por una pesadilla sin valses ni rimas.
Perú se iba de España por la puerta falsa, la puerta más chica, casi una ventana. Nuevamente humillados pero con más asuntos tras vestuarios que preguntas sobre el granado. Mis amigos no supieron cómo contestar el resultado contra Polonia, pues la belleza de nuestra inocencia no nos hacía ver el panorama sembrado por desacuerdos y falsas promesas... ahí estábamos de nuevo, con el pie dentro del avión en lugar del botín en la pelota.
Pero el torneo continuaba y por primera vez entendí lo que mi papá decía: «un mundial sin Brasil no es mundial»... Y no había necesitado de la despedida de mi selección ?un poco traicionando a la rojiblanca y pidiendo permiso a mi hinchaje?, para empezar a fisgonear lo que hacía el Scratch. Ciertamente aquellos días decir que Brasil no era el mejor equipo del mundo era una acción temeraria. Todo lo hecho por Uribe, Cueto, Oblitas y compañía durante las eliminatorias languidecía contra Zico, Sócrates y Falcao... Leandro y Junior eran mil veces Jaime Duarte y Jorge Olaechea... Guillermo la Rosa era un nene de pecho contra Eder... pero no solo eran las individualidades, sino principalmente lo era el juego de equipo. Jamás ví un once tan sincronizado respetando el juego de Brasil. Sí, claro, los detractores pueden decir que hoy ese equipo sería vapuleado por la Francia de Benzema y Mbappé, acto seguido les contestaríamos que es inaudito comparar a Jimmy Connors con Roger Federer.
La evolución del deporte así como cualquier actividad, sea científica o tecnológica, tiene extremos definidos por el tiempo y condiciones subyacentes a su entorno. El equipo de Tele Santana llegó a un puntaje similar al de Nadia Comaneci: fue perfecto. Y al mismo tiempo imperfecto. Llegó a la perfección porque cumplió con el sueño de todos, tocar y vencer al rival antes de hacer el gol. En ataque y en juego de equipo Brasil del 82 te ganaba solo con hacer paredes, fue el sueño perfecto, el que todo niño quiere hacer ? ¿Sobre todo la fantasía de los niños que habitan dentro de los adultos?
Ese equipo fue perfecto porque era el que más se parecía a la condición humana, la que a veces se llena de confianza y no hace caso a sus imperfecciones. Aquel cuadro brasilero se parecía al sujeto exitoso, bien parecido, el padre de familia con buen trabajo y que de pronto siente un dolor en la cabeza y que horas después es intervenido por un aneurisma y jamás regresa a casa. Así fue Brasil el 82, un equipo hermoso cuya imperfección fue no verse al espejo y notar sus talones de Aquiles.
El fútbol es el arte del engaño, no solo por decir con tus piernas que irás por la derecha para luego salir por la izquierda, sino también por falsear la promesa que le haces a la tribuna, cuando empeñas tu palabra diciendo que serás el campeón del mundo porque no hay otra opción, hasta que una tarde llega un italiano de apellido Rossi y hace que tu sangre empiece a helarse hasta quebrar las comisuras de tu corazón.
La perfección de lo imperfecto es justamente eso, cuando aceptas que la fragilidad humana es a veces un colectivo de sueños caídos.
El 5 de julio se cumplirán 40 años del partido Brasil - Italia, disputado en el demolido estadio de Sarriá. El partido se llamaría luego: La tragedia de Sarriá. ¿Y en verdad fue una gran tragedia, para quienes creen que ese fue el mejor equipo que practicó el fútbol como una alegría, incluyendo al autor de estas líneas?. Y aquel fútbol es el de la pista, del callejón, de la esquina. En donde no hay esquemas, ni especulaciones, apenas hacer el gol, y luego en casa seguir sonriendo aún después del duchazo.
Han pasado 40 años y no cansa decir que el campeón no fue Italia. Sí, claro, los italianos se llevaron la copa, festejaron hasta embriagarse en sus convicciones, las de no ser menos y poner en juego la vida misma. Y está bien, lo merecieron. Pero no cansa decir que ese Brasil hizo que uno se enamore del fútbol, que el poster en nuestra habitación era el cuadro de Tele Santana. Y por supuesto, cómo no, seguir convencido que Arthur Antunes Coimbra, Zico, es la inteligencia máxima que este cronista ha visto sobre una cancha de fútbol.
El fútbol a veces sale del engaño, provoca nostalgias y casi siempre acierta en el convencimiento de que el primer amor es el único.
En unas semanas se cumplirán cuatro décadas de la victoria de Italia sobre nuestros sueños. Y si la felicidad de algunos pocos es la nostalgia de muchos miles, qué más da, si ser feliz en el fútbol por instantes es pedir demasiado, prefiero solo recordar al Brasil del 82. Contemplar la belleza del juego e inmediata frialdad del resultado, nunca cansa.
Mayo 2022.