Madre:Debí escribirle menos y abrazarla más
En el mes de la madre, “Detrás de la Cortina” publica esta nota en su homenaje, - en la prosa de José María Salcedo - incluida a la nuestra, que partió hace algunas semanas.
Mi madre es evidentemente la de la izquierda. La foto es a poco de nuestra llegada al Perú. Nótese lo amplio de la vereda. Había menos carros y quizá más seres humanos. Yo estoy con mi vehículo favorito.
El hombre es mi padre. La señora de oscuro, su suegra, mi abuela, la madre de mi madre. El verano está terminando, porque yo estoy con uniforme de colegio, mi madre aún está con sus lentes de sol. Es mi madre la que toca apenas con sus dedos mi hombro. Como siento que ella está ahí, tocándome, yo me atrevo a estrenar, para la posteridad, una mirada de desafío y resolución. Con el tiempo uno aprende a sonreír y traicionar, con una simpática mueca, esa heroica seriedad infantil. Con el tiempo, mi madre se fue.
Pero esto no es una nota sobre el umbral de mi vejez, sino sobre mi madre. Debo además escribirla rápidamente, para no darle oportunidad a la emboscada de la tristeza y de la soledad: aunque pasen los años, uno seguirá siendo huérfano, sobre todo de madre. Esa es mi condición, a pesar de que soy hijo único.
Mi madre murió hace 12 años. Se fue en setiembre de 1996. Los últimos años de su vida los pasó en cama, o casi. La actividad principal, absorbente y totalitaria de mi padre fue atenderla veinticuatro horas al día, para que las limitaciones de su vida y su cuerpo no fuesen aún más miserables y penosas.
Durante esos años y después, yo me fui asombrando cada vez más de la increíble abnegación de su esposo. Mi padre mantuvo una serenidad insólita, pero absolutamente eficaz para ayudarla. Normalmente, en estos casos, solemos admirar el estoicismo del marido o de la mujer -según quien padezca-, en homenaje a un juramento pronunciado en la ceremonia nupcial. Nos asombramos de que aún haya gente para la que la vida sea una necedad si no se honra la palabra empeñada.
Pero hay otra cuestión. Tan admirable o más que el heroico estoicismo de quien se desvela por el cónyuge doliente es el fulgor amoroso que produce quien hace posible esa compasión. ¿Por qué persona merece esa muestra de servicio y amor? ¿Por qué es capaz de despertar esa resolución incombustible?
Tiene que pasar el tiempo para que uno aprenda a valorar de qué se trataba el amor de mi madre, el que producía y el que merecía, el que tenía derecho a reclamar. Eso es lo que se conquista en este mundo de pesares. Se conquista. No se regala. Cuesta.
Cuando murió, rebuscando cajones, encontré un casete con su voz. No sabía que, en la cama, ella estaba grabando su voz. En medio de su largo padecimiento, o quizá gracias a él, su cerebro y su voz producían la historia de su vida con la fuerza anecdótica de uno de los relatos que yo recordaba de sus treinta y pocos años, los que tendría en esa foto.
El legado más valioso siempre es la palabra. Ni el dinero, ni la fama, ni el poder de ningún tipo se le pueden comparar. El amor es una forma de hablar. Un modo de decir.
Espero que en mi caso sea también una forma de escuchar. En el caso de ella, creo que sí. Yo le daba mis palabras el día de la Madre, en el colegio, porque yo, desde chico, tenía facilidad para escribir. Al escuchar mis poemas en los concursos escolares del Día de la Madre, ella recibía mis palabras leídas ante cientos de padres y chicos, como si esa celebración no fuese el pretexto para que el ego de un fatuo escritorzuelo infantil se llenara de aplausos y felicitaciones.
Ahora que todo pasó, sospecho que debí escribirle menos y abrazarla más.
*Periodista RPP, RPP TV
Extraído de Ruidos, año 2012, Editorial Tierra Nueva, pág. 159
Reproducido con autorización del autor