Pol Pot y la paranoia de su régimen asesino
De 1975 a 1979, Camboya vivió un experimento político sin parangón en la historia contemporánea. Los jemeres rojos, dirigidos por un misterioso líder, Pol Pot, establecieron en el país del sudeste asiático un régimen comunista de una radicalidad extrema. Durante tres años y ocho meses impulsaron medidas como vaciar de habitantes las ciudades, suprimir la moneda o eliminar sistemáticamente a las personas consideradas reaccionarias.
El objetivo era crear la primera sociedad realmente igualitaria del mundo. El resultado, un genocidio espeluznante. Murió más de la cuarta parte de la población, unos dos millones de camboyanos.
El testimonio de Pin Yathay, un superviviente de esta tragedia colectiva, resume la devastación y el horror que se cebaron en sus conciudadanos durante el período polpotista. Este fugitivo relata que consiguió escapar al infierno jemer tras vagar un mes por la selva, que huyó “para describir lo que hemos sufrido, para contar cómo se había programado fríamente la muerte de varios millones de hombres, viejos, mujeres y niños [...]. Cómo el país había sido arrasado, hundido de nuevo en la era prehistórica, y sus habitantes torturados [...]”.
Pol Pot se internó en la jungla del noreste camboyano, donde organizó un ejército de jóvenes campesinos
Los antecedentes remotos de este gobierno homicida se remontan a 1951, año en que se fundó el Partido Comunista de Camboya (PCK). Era una rama del Partido Comunista Indochino, instaurado dos décadas antes por Hô Chi Minh en el vecino Vietnam.
Como otros futuros dirigentes marxistas de ambos estados, los camboyanos se formaron intelectualmente en París. Allí absorbieron las ideas del ilustrado Jean-Jacques Rousseau referentes al “buen salvaje”. La máxima: la sociedad corrompe al hombre.
También fueron seducidos por las llamadas a la lucha armada lanzadas por filósofos como Jean-Paul Sartre para combatir el colonialismo occidental. Con este ideario, no es de extrañar que, de vuelta en Camboya, muchos de estos líderes juveniles de izquierdas tuvieran que pasar a la clandestinidad para lograr sus fines políticos.
Pol Pot basaba su ideología en un odio profundo hacia las clases pudientes y los habitantes de las ciudades
En el caso de Pol Pot, en 1962 fue elegido secretario general del Partido Comunista Jemer, y al año siguiente se internó en la jungla del noreste camboyano con el objeto de organizar un ejército capacitado para imponer en su país, armas en mano, la igualdad social.
Aún llamado Saloth Sar en ese entonces, no volvería a saberse de él hasta la década de 1970. Su ideología y la de sus pares consistía en una combinación de comunismo, nacionalismo y agrarismo a ultranza. Se basaba en un odio profundo hacia las clases pudientes, hacia la injerencia extranjera en Camboya –principalmente de los vietnamitas y los occidentales– y hacia los habitantes de las ciudades, a su entender, la cuna de todos los males que afectaban al país.
No es casual que el PCK reclutara las bases de su guerrilla entre los campesinos jóvenes más pobres. Analfabetos, endémicamente hundidos en la miseria y con edades comprendidas mayoritariamente entre los 12 y los 14 años, estos muchachos y muchachas del pueblo jemer suponían masas tan manipulables como abiertas al rencor y la ferocidad.
La guerra civil
La oportunidad de gobernar para Pol Pot y sus secuaces surgió a resultas de una carambola política. En 1970, Lon Nol, hombre fuerte del gabinete del príncipe Norodom Sihanuk, dio un golpe de Estado contra este. La destitución fáctica del monarca fue apoyada por Estados Unidos, interesado en que Camboya estuviera conducida por un régimen amigo de Washington, dada la vasta frontera del país asiático con Vietnam, entonces en plena guerra.
El conflicto bélico vecino se sumó así al enfrentamiento militar que sostenían desde hacía años en el interior camboyano las facciones comunistas y anticomunistas. Despechado por su cese en el poder, el príncipe Sihanuk, exiliado en el Pekín de Mao Zedong, decidió estrechar lazos con sus antiguos adversarios políticos, los jemeres rojos, también respaldados por Vietnam del Norte. Mientras, EE.UU. ayudaba al golpista Lon Nol.
Lon Nol no conservó su hegemonía, pese a las toneladas de bombas de su aliado estadounidense. El hecho es que, desde principios de 1972, hubo un avance inexorable de los jemeres rojos hacia las ciudades, dominadas por el caudillo proamericano. Lon Nol no consiguió conservar su hegemonía, pese a las 540.000 toneladas de explosivos con que sus aliados bombardearon las junglas y llanuras camboyanas en un intento de frenar la escalada comunista.
El 17 de abril de 1975 las tropas polpotistas entraron victoriosas en Phnom Penh, la capital del estado. Había concluido la guerra civil. Comenzaba un capítulo peor.
Medidas ultrarradicales
La propaganda de los jemeres rojos hablaba de antiimperialismo, lucha de clases y otros temas recurrentes de la revolución marxista. Nadie esperaba, no obstante, la radicalidad con que aplicaron estos conceptos.
Se suprimieron la enseñanza, los libros y la escritura. No había libertad de desplazamiento, reunión ni expresión
Explotando el odio antinorteamericano por los bombardeos de la contienda civil, la identificación de las metrópolis con núcleos desde donde se irradiaba la injusticia de una sociedad opresiva y otras ideas extremistas, el partido de Pol Pot –de apenas 120.000 militantes y simpatizantes en 1975– empezó a poner en práctica medidas tan abruptas como nefastas para el ya maltratado país.
La primera fue eliminar, sin más, las ciudades. En apenas una semana, Phnom Penh y los otros centros urbanos fueron reducidos a pueblos fantasma. Esta ruralización masiva de la nación se consiguió impeliendo a los camboyanos de las ciudades a un éxodo obligatorio.
Era el inicio de un calvario de desplazamientos constantes que acabaría con buena parte de ellos. Tampoco destacó la paciencia de los jemeres rojos respecto a la colectivización de los cultivos. Fue realizada en solo dos meses.
Otras disposiciones irracionales que terminaron de aislar y destruir Camboya en aras de edificar desde cero un estado igualitario fueron la abolición de la moneda, la persecución de toda manifestación religiosa –en un país de mayoría budista–, la división de las familias de acuerdo con su capacidad productiva o la uniformización de la indumentaria (blusa negra, de manga larga, abotonada hasta el cuello).
Se suprimieron la enseñanza, los libros y la escritura. No había libertad de desplazamiento ni de reunión –fuera de los trabajos agrícolas y los actos oficiales– ni, desde luego, de expresión. Desaparecieron los servicios médicos. También el comercio ilícito, o sea, todo aquel no controlado por el Estado. Y comportamientos humanos como las quejas o el llanto, los insultos y las disputas y cualquier exteriorización emocional eran un pasaporte a la muerte.
Un horror inenarrable
El primer derecho instituido por la Constitución polpotista de 1976 era el trabajo. A eso, a la participación en las brigadas de las cooperativas de producción agraria, se restringía el único valor que otorgaba a la ciudadanía el régimen de los jemeres rojos. Por lo demás, primaba el desprecio por la vida y la dignidad humanas. “Perderte no es una pérdida”, solían decir las autoridades a sus víctimas, “y conservarte no es de ninguna utilidad”.
El ritmo de trabajo extenuante, junto con una malnutrición crónica, diezmó a la población
Una jornada laboral estándar abarcaba once horas. Las de descanso tenían lugar cada diez días. Este ritmo extenuante, sumado a la malnutrición crónica –pues también la “autoalimentación” estaba prohibida; todo dependía del Estado–, diezmó a la población.
El plato habitual de los campesinos forzados era la sopa de arroz aguada. Una caja de arroz de 250 gramos llegó a pagarse a 100 dólares. La salud pública se resintió con esta dieta paupérrima. Proliferó, entre otras enfermedades, la disentería.
Paradójicamente, la camarilla de Pol Pot estaba obsesionada con la producción arrocera. Quería sustentar la economía nacional en su monocultivo, para lo cual emprendió obras de irrigación faraónicas, y letales para los extenuados operarios.
Bastaban tres denuncias para ser ejecutado, en general con arma blanca, para ahorrar balas. En paralelo a este proceso de exterminio de su propio pueblo por las deportaciones internas, el exceso de trabajo y el hambre, los jemeres rojos practicaron el asesinato directo. Morían los locos, los ancianos, los enfermos, todo aquel inepto para la utopía arrocera.
Asimismo, el régimen se ensañó con los disidentes. Empezó matando a los funcionarios del gobierno anterior, el de Lon Nol; continuó con el llamado “pueblo nuevo”, los desplazados de las ciudades; y terminó dando cuenta de cualquier habitante, sin distinciones de edad, sexo o condición.
Bastaban tres denuncias para ser detenido, torturado y ejecutado, en general con arma blanca, para ahorrar balas. Las acusaciones punibles eran muy variadas. Desde colaborar con la CIA (en un solo distrito fueron liquidados entre 40.000 y 70.000 habitantes bajo este cargo improbable) a fugarse del país, llegar tarde al trabajo o quejarse de la comida. El motivo era lo de menos. La abyección homicida alcanzó tal grado que hubo casos de niños obligados a matar a sus padres.
El Angkar, el Estado polpotista, ya velaría por los menores, decía, pero caían familias enteras. Fueron masacradas aldeas completas, casa por casa. Los jemeres rojos prescindían de conceptos maoístas como la reeducación. Creían que el mal había que extirparlo de raíz, aniquilando.
Sin perdón
La espiral de violencia aumentó hasta cotas demenciales en las postrimerías del régimen. El mensual oficialista, el Tung Padevat (“Banderas revolucionarias”), lo advertía con claridad paranoica en julio de 1978: “Hay enemigos en todas partes dentro de nuestras filas, en el centro, en el Estado Mayor, en las aldeas de base”.
Cuando las tropas vietnamitas lograron penetrar en Camboya en enero de 1979 –en una invasión que todavía es recordada con el nombre de liberación– y depusieron a los jemeres rojos, hallaron que en cárceles como Tuol Sleng no había prisioneros. Todos habían muerto.
La comunidad internacional no condenó las salvajadas mientras ocurrían
Muchos de los camboyanos supervivientes encontrados en los arrozales, la jungla y las aldeas estaban animalizados por el terror y la falta de referencias de normalidad tras tres años y ocho meses de carnicería atroz.
La comunidad internacional se abstuvo de condenar estas salvajadas mientras transcurrían. Solo lo hizo cuando comenzaron a difundirse, gracias a testimonios de supervivientes como Pin Yathay, informes periodísticos, estudios históricos o películas como Los gritos del silencio (1984).
De fronteras adentro, en Camboya se instauró una democracia popular –comunista– durante los diez años de la ocupación vietnamita. Después, en 1992, se impulsó un régimen pluripartidista auspiciado por la ONU.
El horror causado por los jemeres rojos quedó registrado en museos locales como el del genocidio. Sin embargo, muchos de los responsables de la inmolación camboyana fueron reintegrados entre las fuerzas políticas del país en aras de una reconciliación nacional. Se prefirió personalizar la culpa de los crímenes masivos en la figura de Pol Pot.
Tampoco este los pagó en su magnitud. Erigido hasta 1985, el jefe de la guerrilla jemer que resistió a la invasión vietnamita, fue condenado en 1997 a cadena perpetua por sus camaradas, antes de fallecer en la frontera con Tailandia al año siguiente.
Publicado en https://www.lavanguardia.com/