< Detras de la cortina

Un mundillo llamado Combi

En los tiempos de mi padre, Lima era la ciudad del tranvía, y todos los ciudadanos se desplazaban en él. Atravesaba de ciudad de extremo a otro sin problemas y con rapidez, y a precios razonables.

El tranvía iba, por ejemplo, del Jirón Carabaya a Chorrillos, de la Plaza San Martín al Callao, o de la Plaza Unión a Cinco Esquinas, en Barrios Altos. Por 10 céntimos ¿Cuánto costaría ahora?
Un buen día, y luego de una huelga, en 1965, durante primer gobierno de Belaúnde, a los limeños los dejaron sin tranvía.
Luego vinieron los ómnibus alemanes y durante el gobierno militar los micros empezaron a circular por Lima. Vehículos destinados para el transporte público que atravesaban la ciudad, y organizados en empresas casi siempre llamadas comité y en rutas.
Con el paso del tiempo y la inercia del estado, el transporte se fue haciendo más complicado, los microbuses más escasos y los choferes más abusivos, que en más de una ocasión eran capaces de paralizar una ciudad. En el camino quedaron trenes y taxímetros, algo que también desapareció de los taxis de la ciudad (al igual que la guía de calles). Quienes por angas o por mangas necesitaban movilizarse para llegar a  sus destinos, no tenían más alternativa que usar estas unidades.
En los 90, luego del ajuste o shock- llámese como quiera- aparecieron los colectivos. Carros para transporte público: Van, Cruiser, que reemplazaron a los micros.
Para aquel entonces, ser colectivero, vendedor, taxista, o dueño de un huarique se había vuelto una actividad salvavidas para muchos, que por efectos de la crisis tuvieron que reconvertirse y dedicarse a esas ocupaciones o negocios.
Las combis se multiplicaron y desplazaron a los microbuses, y con ella se multiplicaron los accidentes, y en muchas ocasiones las muertes. Desde siempre, las asociaciones de transportistas se dieron maña para demostrar su poderío e incumplir la ley, en una ciudad ya colapsada, que ahora sobrepasa los ocho millones de habitantes. En los tiempos de Barrantes se negaban a dar boletos, y después a pagar las multas, que pagaban las empresas y no los choferes.
Es cierto que los costos han subido, desde los repuestos hasta los combustibles, y que falta mantenimiento y señalización en las calles y en las autopistas, pero es verdad también que ellos poco o nada han hecho para mejorar su servicio.
El reciente reglamento de tránsito puede que no sea perfecto, pero el problema es que ellos no aceptan ninguno. Es una verdadera dictadura, y no nos referimos únicamente a esto, sino también a sus malos tratos, a su incumplimiento de las normas, y a su estrépito cumbiambero o de cualquier género, del que nos libramos sólo con nuestro MP3. Sin Oxígeno ni Ñ.
Uno de los hechos que causa mayor irritación es como incumplen aquella regla que indica que se debe transitar cuando la luz del semáforo indica verde, y en vez de ello se cuadran en cuña, yendo detrás de los pasajeros, y no como antes, donde los pasajeros iban detrás de las combis. Pero, por supuesto, estamos hablando de un servicio de transporte que usa, entre otras, unidades como las que se emplean en Ruanda, donde 800 mil personas fueron asesinadas a hachazos en una guerra civil. Ése el transporte público que tenemos. Del cuarto mundo. Nos preguntamos, sin embargo, si el transporte será mejor en Kigali, su capital, o en Lima.
Está claro que no todos los conductores son malos. Pero el problema es que los buenos los contamos con los dedos de una mano mocha. El asunto incumbe también al transporte interurbano, a los policías que no hacen su labor, al estado -una vez más- que no regula ni sanciona adecuadamente, conductores particulares que incumplen olímpicamente las reglas y luego reclaman, peatones imprudentes y pasajeros que deseamos que nos dejen en nuestro sofá, y nos sirvan una café o una cerveza.
Nos gustaría decir más cosas, pero tenemos que bajar.