< Detras de la cortina

China, presente y futuro (II)

No tenía ni cuatro horas de estar en Beijing y ya había visitado la villa olímpica, había tomado fotos de cada posible ángulo del impresionante y nada convencional edificio de la televisora estatal CCTV (búsquenlo en Google Imágenes para que vean de que estoy hablando), y todavía mi entusiasmo superaba mi cansancio. Tenía que ser entusiasmo porque después de un día de 72 horas me mantenía despierto. Con los preparativos, vuelos, escalas y cambio de horario no había podido dormir desde la noche del domingo y ya era miércoles por la noche. Ojo, no estaba reclamando, estaba campante, aprovechando cada instante de mi visita a China. Pero fue en mi primer minuto de completo descanso (recostado sobre una pared para no caerme, admirando los artículos de marca que no pensé encontrar en un país comunista, pero que abundan en las vitrinas de la exclusiva zona comercial de Wongfuying) cuando de la nada dos jóvenes chinas se me acercaron, y con el pretexto de practicar su inglés (así me dijeron) empezaron a conversarme.

Rápidamente descarté la posibilidad de que fuera un encuentro de esos que los hombres soñamos alguna vez. También era evidente que no eran de esas chicas que cobran por esos sueños. Debían ser, según mi experiencia de vida (pobre por cierto), lo que ellas decían ser, jóvenes universitarias en sus días libres. Después de unos minutos una invitación a tomar el té sonó adecuado. Yo iba a poder descansar un poco antes de acudir a la Opera de Pekín, show que empezaba en una hora más, y también iba a tener la oportunidad de escuchar de jóvenes chinas lo que opinaban de su país. Pero el encuentro, que debió ser enriquecedor, no resultó así. Sin darme cuenta ellas me condujeron hacia afuera del centro comercial en el que estábamos. Pensaba que la invitación era a algún Starbucks en el patio de comidas del lugar, pero me dijeron que no me preocupara.
Efectivamente, a sólo unos metros había una lujosa casa de té, al que entré sin saber qué me esperaba. La “carta” estaba en chino y no había nada escrito en ella que pudiera entender. Los precios estaban en yuanes y aún no estaba familiarizado con su conversión en dólares, pero ¿cuánto podría costar un té? El lugar se veía caro, pero no podría costar más de 20 ó 30 dólares, ¿o sí? Después de unos 20 minutos que se hicieron muy largos por lo soso de la charla (ellas en realidad no tenían interés de hablar de China ni de saber sobre el Perú) pedí la cuenta para poder irme a la Opera. Lo único comprensible en la factura, escrita a mano en un exclusivo lugar, (¿raro, no?) era el monto a pagar. Más de 800 yuanes. Pedí inmediatamente que me hicieran la conversión en dólares, y la mesera con la ayuda de una calculadora que tenía en su mandil me dijo que eran 120 dólares. ¡120 dólares por un té! Me explicaron que el lugar era exclusivo y que el té que había probado era una exquisitez (en lo personal no me pareció más extraordinario que cualquier té regular), pero no podía quejarme, los precios estaban marcados así y el té que pidieron ellas no era ni el más caro ni el más barato. Después de todo fue mi culpa al no estar al tanto de la conversión del yuan y además, en cualquier momento pude haber rechazado la “invitación” ya que nunca me obligaron. Saqué mi tarjeta de crédito para pagar y esto preocupó a la mesera quien con ayuda de las dos jóvenes me preguntó si podía pagar en efectivo. El efectivo lo tenía, pero la insistencia fue tanta que me hizo dudar de que me fuera a dar un recibo “verdadero”. Finalmente aceptó la tarjeta de crédito que se la llevó con disgusto por un momento. Regresó con el recibo que indicaba la cantidad en yuanes y yo me despedí con toda la incertidumbre del mundo.
Una vez en el hotel después de ver la Opera de Pekín -una manifestación artística muy difícil de apreciar, incluso, dicen, para los chinos- comprobé que el recibo del exclusivo salón de té tenía impreso mi nombre y mi número de tarjeta de crédito en su totalidad (a diferencia del Perú o de países como EE.UU. en donde sólo algunos números de la tarjeta aparecen mientras los otros números son reemplazados por Xs, por seguridad). Decidí llamar a la central internacional de mi tarjeta de crédito para bloquearla. Indignado regresé a la casa de té a la noche siguiente. Haciendo conjeturas sospechaba que las dos jóvenes eran “jaladoras” contratadas por el restaurante para atraer clientes, o en “sociedad” con la mesera para engatusar a un turista ingenuo a pagar una suma mayor de algo para luego compartir el dinero excedente. Fue esto último. Después de explicarles mi indignación en una conversación en inglés que ni ellos ni yo entendimos, el bebido, aunque todavía consciente y muy amable, administrador del local (acudí al local cuando ya estaban cerrando) comprobó que la mesera me cobró de más (apenas 20 dólares de más) e hizo a la joven (afortunadamente estaba esa noche) a pagarme de su dinero los 20 dólares que no debí pagar. Mi inseguridad limeña me aconsejó no volver a usar mi tarjeta de crédito por el resto del viaje (felizmente tenía algo de efectivo). Sabiendo mi nombre, mi número completo de tarjeta y los tres números que aparecen detrás de la tarjeta (que pudo haber anotado cuando se llevó la tarjeta para traerme el recibo) podrían comprar artículos de Internet, pero no lo hicieron. Curiosamente, al llegar a Lima e ir al banco para activar nuevamente mi tarjeta comprobé que esta nunca llegó a ser bloqueada, pero felizmente (para el banco también porque tremenda bronca les hubiera armado) nadie mas usó la información que tenían de mí.
Este sería mi primer encuentro con “jaladores” en este país. En el Mercado de la Seda, que en realidad es un complejo similar a Polvos Azules (con la diferencia de ser más ordenado y limpio), tuve mi segundo encuentro. Al llegar a este lugar situado en pleno centro de Beijing, se nos dijo que aquí uno compra lo que desea y es el cliente el que pone el precio. No estaban exagerando. En esta oportunidad me mantuve sólo como espectador, pero fui testigo de cómo los demás turistas se enfrascaban en muy amistosas “peleas” de regateo para poder conseguir el artículo de su gusto al menor precio posible. Del lugar nadie salía indiferente. O salían alegres por la enorme ganga que habían obtenido en algún artículo (mayormente una prenda de vestir), o terminaban molestos porque en uno de los estantes se habían pasado un largo rato discutiendo con la vendedora (en su mayoría mujeres) sin poder al final obtener el ridículo precio que su otro compañero del tour consiguió en otro estante por el mismo artículo. Este último grupo salía también, decían ellos, “indignados” (¿?), por la manera ruda -yo la llamaría persistente- en que las vendedoras prácticamente las “obligaban” a comprar. Así también después de cada venta las vendedoras salían disconformes consigo mismas por no haber obtenido la cantidad anhelada o con la satisfacción de haber obtenido más del valor real de la mercadería. Las expresiones de las caras eran evidentes y efímeras. Después de un minuto la alegría o disconformidad desaparecía y el incidente pasaba a ser una anécdota. Pero luego de esta experiencia me pregunto, ¿quién es en realidad más culpable de esta primitiva manera de comprar? Los artículos que se ofrecían eran de marca, o por lo menos era lo que nos decían. En realidad eran imitaciones, muy buenas por cierto, que sobretodo se evidenciaban como tales por la manera asombrosa como un artículo podía caer hasta en un 70% de su, “dícese”, precio original.
Felizmente los turistas americanos, que están acostumbrados a pagar un precio fijo siempre, eran advertidos por los guías turísticos chinos de la manera de comprar y vender de este lugar. Un cartel muy curioso se repetía a la entrada y salida del lugar. El mercado garantizaba la calidad del producto y cualquier reclamo de cualquier tipo se podía hacer llamando a unos teléfonos. En este lugar no existen facturas. En los días siguientes y en todo lo que restaba del viaje pude comprobar que esta característica del regateo no ocurría sólo ahí, ya que uno puede hacerlo en prácticamente cualquier negocio de propiedad china (hasta en joyerías), e incluso obtener un recibo. Este detalle del recibo precisamente me invita a pensar, ¿cómo se lleva la contabilidad de un lugar cuando el precio de un mismo producto puede variar tanto?, conociéndose de los bajos sueldos que se dan en la China probablemente el excedente puede considerarse como comisión para el vendedor (acaso, no ocurre así en la venta de carros, por ejemplo). ¿Y qué me dicen de los abundantes productos de “marca”? Sabiendo de la vigilancia que se da en un país de estas características, ¿en dónde se ensamblan estos productos que salen por miles?, ¿quién provee el capital para la fabricación (en serie) de estos? Pero estas son conjeturas, total, en el Perú existe una producción de estos productos, pero no existe un control gubernamental serio que frene esta fabricación clandestina. ¿En China suponemos que sí?
Pensé que esta característica sería diferente en Hong Kong, pero no es así. El entusiasmo de los peruanos del tour que felices regresaban a Lima con su nueva cámara fotográfica o nueva laptop se acababa al comprobar (como desilusionados me contaron después) que “las últimas novedades electrónicas” las encontraban también en Lima, y créanlo o no, a los mismos precios.
Esta característica no empaña, me parece (ya que no me consta la participación del gobierno chino en esta peculiaridad) la muy grata impresión que este país me ha causado. Debo remarcar, como mencioné en la primera parte de esta crónica, que sólo relato lo que experimenté y la impresión que el país me causó. He tratado de no dejarme influir por las noticias positivas y negativas que leemos o escuchamos de China para escribir estas líneas. Una cosa sí me resulta inobjetable: su rápido y constante desarrollo en todo sentido. Pese a las restricciones de libertad que puedan tener, es evidente el consenso que se siente de ser una nación con un objetivo en común (por lo que pude comprobar conversando con sus pobladores y observándolos). Ojalá esta impresión no sea errónea, por el bienestar de los más de 1300 millones de seres humanos que viven allí.

* Comunicador Social, Universidad de Lima.