Luis Hernández Camarero (Lima 1941-Buenos Aires 1977), médico de profesión y poeta por destino, es uno de los más originales que ha dado la literatura peruana. Poeta lúdico, musical y aún hoy joven, dio inicio al radical proceso de transformación de nuestra poesía (tanto en formas, contenidos, y estructuras) que significó la generación del 60. Lucho Hernández, el médico alucinado, políglota y solitario que escribía con plumones de colores en cuadernos escolares y que después regalaba a quien tuviera más cerca, desde el mecánico de su auto, hasta los policías que custodiaban entonces las calles.
Mucho se ha hablado de su condición de solitario y muy poco de los orígenes de su ostracismo. Lucho Hernández, sin embargo, no construyó su condición de marginal. Ella fue producto de una sensibilidad distinta, que no pudo afincarse en los territorios de lo establecido. Su inolvidable personalidad logró trascender su impecable soledad y marcó definitivamente la vida de muchas personas, a las cuales iluminó en cierta forma con sus palabras y sus actos; y sobretodo, mostró el camino hacia la poesía, hacia la posibilidad de entenderla y amarla como él lo hizo. Después de su temprana desaparición, la figura de Luis Hernández ha ido creciendo hasta elevarse casi a la categoría de mito literario.
Algunos datos biográficos:
Luis Hernández nació en Lima el 18 de diciembre de 1941 y moriría en las afueras de Buenos Aires el 3 de octubre de 1977. El hogar de la familia quedaba en Jesús María, en la calle 6 de Agosto; típica casa de barrio y punto de reunión obligado de amigos de todas las edades. De esa vida en familia y amistades quedan muchos testimonios entrañables.
Era un niño dotado, de gran inteligencia. Tuvo una educación especial y era muy talentoso. Tocaba la flauta, el violín, y se sabía el ABC de la música clásica. Lector precoz y voraz, omnívoro en todo el sentido de la palabra; a los 8 años sufre una enfermedad que lo obliga a permanecer en cama por dos meses y medio. Lucho leyó muchísimo entonces, sobre todo mitología griega. Sus estudios escolares los hizo en La Salle. A fines de los cincuenta, entra en La Católica a estudiar Psicología; luego viajaría a Alemania por un año. A su vuelta, decide entrar en la Facultad de Medicina de San Marcos (como sus hermanos Max y Carlos) y allí estudiará entre el 1966 y el 1971. En el Boletín del Centro de Estudiantes de Medicina de San Fernando publicó algunos poemas, que los entregaba escritos a mano en pedazos de papel.
A principios del 70 vuelve a sufrir una enfermedad que lo mantendrá recluido varios meses. De esta reclusión nacerá el proyecto de los Cuadernos y la forma en que se desprendería de ellos. Existe una actitud bastante peculiar ante la Medicina como profesión y en particular respecto a los pacientes. Pondría su consultorio privado en Breña (en casa de su amigo, el actor Reynaldo Arenas) y atendería, como médico de barrio, en Jesús María. El poeta Luis La Hoz recuerda: "Su llantas, el estetoscopio colgado de un clavo. Amaba la Medicina, a veces no recetaba nada a sus pacientes, sólo conversaba con ellos..."
En 1971 ya no se sentía bien, tenía una dolencia física y psíquica. Tomaba constantemente analgésicos por una lesión en la espalda, asimismo al parecer sufría de una úlcera duodenal no bien diagnosticada ni tratada. Con el tiempo estos males habrían de recrudecer y asimismo el ánimo del poeta, quien se transforma de un ser "lleno de vida" en una persona distante aún para sus propios amigos. "Fue entonces que lo encontré llorando muchas veces –recuerda Arenas-. Yo le preguntaba qué tenía y su respuesta era 'mucho dolor'. Pero pienso que su dolor no era físico, era un dolor universal, provocado por sus reflexiones sobre lo absurdo de la condición humana". A medida que se acercaba su muerte, se fue volviendo más silencioso. A fines del verano de 1977 viajará a Buenos Aires para ser internado en la Clínica García Badaraco. Sobre las últimas semanas de su vida se sabe muy poco, salvo la mención de "cartas devastadoras" recibidas por su compañera Betty Adler, el amor de toda su vida.
El 3 de octubre de ese año, se suicidó arrojándose a un tren en plena marcha, en las afueras de Buenos Aires. La dispersión con que condenó a sus poemas y a su propio cuerpo sugiere una reflexión. Escribió alguna vez Octavio Paz que la vida de un escritor hay que buscarla en su obra. Nada define mejor la existencia y la poesía -inseparables- de Luis Hernández.
Caraterísticas esenciales de su obra
En vida, Hernández sólo autorizó la publicación de tres colecciones: Orilla (1961), Charlie Melnik (1962), y Las Constelaciones (1965). El resto de su obra, él mismo se encargó de dispersarla a través de los Cuadernos que regalaba según la libertad de sus afectos, sus estados de ánimo, y las circunstancias. Estos cuadernos inéditos (cuyo número completo tal vez nunca se sepa) representan OTRA obra de Hernández, llena de dibujos, variadas caligrafías en colores, recortes de diarios, partituras musicales. Escribió en seis idiomas, considerando el latín y el griego. Plagió abiertamente, y lo declaró.
Lucho Hernández dejó, pues, su alegría y su libertad. Las dejó a sus amigos y a los demás, porque creía que: "La poesía/ Es entregar al Universo/ El propio corazón/ Sin desgarrarse" (Ars poética). Debe destacarse que varias veces repetía versos, o mejor dicho, los utilizaba para a partir de ellos crear otros textos, porque -como él mismo decía- "la poesía en un arte continuo". Un arte en constante devenir. El poeta de línea una imagen que alcanzará su verdadero rostro, completando su misterio, en sus Cuadernos. Es el héroe citadino y solitario que acarrea el dolor de los demás mediante la transfiguración de sus angustias. Tendrá, pues, varios nombres: Apolo Citaredo, Billy the Kid, Shelley Alvarez, Gran Jefe Un-Lado-del-Cielo, pero todos, serán, a fin de cuentas, la viva metáfora de su autor y también su propia compañía.
La obra de Hernández ha continuado creciendo después de su muerte. En la actualidad se han encontrado 52 Cuadernos (un número aproximado sería 70), constatándose que hay un buen número de textos inéditos y algunas ingeniosas variaciones, propias del espíritu lúdico del poeta, quien cierta vez dijo: "Creo en el plagio/ Y con el plagio creo". Y también se plagió a sí mismo. En Hernández, como en ningún otro poeta de la generación del 60, podemos asistir al taller mismo de la escritura. Los Cuadernos son, en última instancia, un Diario que, además de dar cuenta de su creación poética, su proceso interno, su debate con el lenguaje y la representación, se refiere también a la creación en un sentido más amplio. Sabido es que él mostraba -a la vez que sus productos terminados- su telar".
Si evitar el dolor es la meta y más alto es perdonar, el poeta, un "médico de pobres", usa la poesía como forma de evitar el dolor, como cura, como terapia poética. Los Cuadernos podrían ser como recetas médicas, algo así como "lea poesía y cúrese".
Los Cuadernos como hostias de las que se desprende el poeta. Pero que a su vez equivale a un desprendimiento de la propia persona. Luis Hernández tenía clara conciencia de que al entregar estos cuadernos a distintas personas, él dejaba una parte de sí en los demás, y al mismo tiempo, se desprendía de la vida. Hay una lectura de Hernández que se puede hacer un poco superficialmente. Hay muchos poemas que son juguetones, ágiles, graciosos, irónicos, que tienen lenguaje coloquial. Pero debajo de esta aparente sencillez, uno descubre que Hernández tiene una inteligencia poética increíble. Su mundo está lleno de distintos sentidos poéticos, religiosos, filosóficos, que están ensamblados en sus versos de manera natural. En su obra, tanto como en su vida, destacan tres elementos esenciales: el agua, el tránsito, y la niñez.
El primero, nos lleva inevitablemente a una imagen que Hernández utiliza en la mayoría de sus poemas: el mar. Pero no independiente de la propia naturaleza del poeta, sino en comunión con el mismo, al extremo de constituir una unidad, un cuerpo, una sola vida. “El agua sube ya,/cubriendo/ los días/ y las horas;/ de mí/ ya sólo queda/ el mar, triste, apagado"... "He cubierto en el mar/ el vacío/ entre estrella y estrella/ creyéndolas más/ mas la noche muere/ y estoy tan solo/ como antes" (Orilla). Y evidentemente, mar es agua, líquido, movimiento; pero también es soledad, grandeza, misterio: Y así fue también Lucho Hernández. El poeta decidió por el mar, probablemente por esa razón: porque al mar se parecía. Y como el mar, no se detuvo. "Una forma de vivir/ Es vivir/ Sin detenerse" -escribió- con lo cual alude al otro elemento: el tránsito. Hernández, como Eguren y Oquendo de Amat -quienes componían sus versos mientras caminaban-, fue un gran caminante. Nunca dejaba de crear. Y además, como el mar jugó también a visitar las playas de la realidad, a la que lúcidamente comprendía; pero cuyas acechanzas herían su inevitable sensibilidad. Entonces, conservando en parte la inocencia de un niño (tercer elemento) y añadiéndole la ironía, propia de su implacable visión del mundo, optó precisamente por el juego; y se rió de los formalismos y las falsedades de su época, como por ejemplo en estos versos: "Si Jorge Chávez no ha muerto, y/ Vive en el corazón de los peruanos./ ¿En el corazón de quién/ Vivimos los peruanos?".
Por otro lado, amó mucho, mucho. Recordemos: "Habiendo robado/ Lluvia de tu jardín/ Y tocado tu cuerpo/ Me duermo/ No se culpe a nadie/ De mi sueño". Y en la seriedad de ciertos juegos, volvió a jugar; valiéndose incluso de ciertos signos matemáticos, como el siguiente para mostrar su ingenio y su emoción:
"Te amo / -1 / Eres un amor / Irracional". Y siguió jugando, hasta que un día -el tres de octubre de 1977, en Buenos Aires- quiso dejar de jugar, y tal vez, cansado, se arrojó implacablemente a las ruedas de un tren.
Luis Hernández es un gran poeta, uno de los grandes de nuestra tradición del siglo XX, pero acaso el más secreto e inasible. Volvamos, pues, a su obra. Pernoctaremos en las esferas que tanto quehacer le dieron a Luis, Luchito, Luisito, el herido por la espalda, el sonriente y solidario amigo de tierna y frágil existencia.
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Polito de Bélgica
Addie mató ocho millones de judíos
Tú, Leopoldo, asesinaste ocho de negros.
Ahora, que estás con él
En la quinta paila,
Puedes discutir
Cuál de las dos razas,
Perdóname el barbarismo,
Es más inferior.
(A todos lo que...)
A todos los que, alguna vez,
Me abandonaron:
Dios los ilumine con la luz
Que cubre lo perdido.
(Nunca he sido feliz...)
Nunca he sido feliz
Pero, al menos,
He perdido
Varias veces
La felicidad.
(Soy Luchito Hernández...)
Soy Luchito Hernández Ex Campeón de peso welter
Poca gente me habla
Hasta oí a alguien
Preguntarme
¿De qué te defiendes?
Y yo hubiera respondido
Si no silencioso fuera:
Más bien te defiendo De mi luz. Una luz
Que reuní y me friega.
(Si creyera alguna vez...)
Si creyera alguna vez
Con orgullo extravagante que me amas
Tú soñarías que en tu alma se reúne
El dorado vacío de la hierba.
Quizás así tu sueño
Te sirviera de descargo
Pues alguno te acusa
De excederte en belleza.
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