Detras de la cortina

El barrio de los tres niños

Creo que una de mis primeras experiencias con algo parecido al tema de los derechos humanos me ocurrió a poco de haber llegado al Perú, allá por el verano de 1951.

Entonces, la zona de Miraflores a la que llegué a vivir se acababa de urbanizar o recién se estaba urbanizando. Poco más allá de mi casa aún se veían chacras, acequias de riego con pececitos grises – no de colores – y a eso de las seis de la tarde circulaba por el barrio un viejo pastor rodeado de tres o cuatro escuálidas cabras. Naturalmente, era denominado el Hombre de las Cabras.

Este Hombre de las Cabras era el testimonio de que la vida rural se acababa. Como sucede con los individuos que conviven con animales, el Hombre de las Cabras parecía una cabra – o un chivo, si se prefiere -, aunque no recuerdo ahora si es que, efectivamente, usaba barbita de chivo o era más bien lampiño.

El hombre del rostro y las pisadas de cabra pasaba con las cabras a hora del crepúsculo y anunciaba el crepúsculo del campo, derrotado por la ciudad y el barrio.

Hablo del barrio, aunque, en verdad, en ese entonces el barrio aún se estaba formando. En ese entonces, era un barrio casi sin niños. Los altos empleados extranjeros, la familia del misionero norteamericano, los hijos del próspero italiano, todavía no habían llegado.

Uno de los pocos niños era yo. Había dos más. Fue la primera vez que escuché la palabra Ayacucho, porque había dos niños más y eran ayacuchanos.

En la esquina recién urbanizada se había instalado una verdulería. Los otros niños del incipiente barrio eran los hijos de los verduleros ayacuchanos. Los hijos de los verduleros salían a la calle con unas bolsitas de las que extraían un polvillo arenoso con el que todo el día se llenaban la boca.  Era la máchica o mashca. Al comerla mientras hablaban, no se les entendía nada. Cuando después me enteré que los serranos eran “motosos” para hablar, no pude evitar aquella relación infantil entre el polvillo arenoso y la pronunciación de las palabras. Después de todo, yo también “hablaba raro”: venía de un lejano país, acababa de llegar al Perú.

La más obvia ley de las probabilidades hizo que los niños ayacuchanos y yo nos hiciéramos amigos. Lógica ley de probabilidades, en todo caso a mi favor: yo era hijo único, ellos no. Ellos se tenían entre sí, yo solamente a ellos.

Comían una cosa rara, hablaban más o menos raro. Eran esos para mí los únicos elementos que me diferenciaban de los otros niños de aquel barrio en formación. El barrio que dejaba de ser del Hombre de las Cabras y se convertía en el Barrio de los Tres Niños.

Los tres niños empezamos a darle al barrio carácter y fisonomía. Así fue que el poste recién plantado por las Empresas Eléctricas fue algo más: fue el palo izquierdo del arco sobre el que se disparaba los penales. Las zanjas excavadas por los constructores, trincheras de una guerra que yo reproducía de los relatos de mi padre.

El tema de los “niños de la calle” aún no estaba de la moda. Nosotros éramos tres niños de su casa que siempre jugaban en la calle.

Fue justamente en medio de un crepúsculo, ya sin Hombre de las cabras, que acertó a pasar por allí alguien, cuyo nombre no viene al caso. Y esa persona se horrorizó de verme jugando con los hijos de los verduleros. Llamó a mi madre y mi madre recibió su primera lección de sociología, cuando la sociología aún no se enseñaba en el Perú: “No es posible que tu hijo juegue con esos chicos”. “¿Por qué?”. “Caray, ¿no te das cuenta que son cholos?

Quizá debí señalar al principio que mis padres y yo proveníamos de un país racialmente homogéneo. Cuando mi madre y yo escuchamos la palabra cholo, no estábamos aún capacitados para detectar que el tonito con el que aquella extraña palabra era pronunciada no era el tonito peculiar con el que hablaba la gente de un nuevo y desconocido país, sino el tonito de desprecio, cuyo objetivo preciso era la humillación.

Después supe que tratar de humillar es también una forma de enmascarar el propio terror. Quien rezondraba mi madre había sufrido la pesadilla de un orden social resquebrajado involuntariamente por tres niños de colores diferentes. Yo aún no estaba socializado en el terror.

Termino esta nota con una obvia reflexión, ya que el tema que esta revista me ha pedido es el de los derechos humanos.

La anécdota que acabo de recordar viene sugerida porque si, a las puertas del siglo XXI, pensamos en nuestro país que el tema de los derechos humanos es un lujo sospechosamente exagerado, no haremos sino enfrentarnos al brillante futuro de un crepúsculo veraniego de 1951. 

 

*Periodista RPP y RPP TV

Extraído del libro Ruidos, pág. 15-17, Editorial Tierra Nueva, Iquitos.

Reproducido con autorización del autor