Coloquio Mario Vargas Llosa: literatura, poder y libertad
Una noche de abril, me retiré de una clase en la Universidad de Lima, para asistir al auditorio, donde Mario Vargas Llosa, Efraín Kristal y Javier Krauze, se reunirían a conversar sobre la obra del primero. En honor a la verdad, llegué pasados unos minutos, por lo que me hicieron ingresar al aula magna contigua, en la que proyectaban en pantalla grande lo que sucedía al costado. Mientras tanto, tenía la palabra Efraín Kristal.
Mencionaba que en la vida del célebre escritor, se podían advertir tres etapas claramente marcadas. Del 60 al 80; cuando era partidario del socialismo y enfilaba su pluma para hacer frente a la humillación del hombre por el hombre. Para él era una época optimista, creía que existía una solución: acabar con el abuso del poder. Militó en el socialismo por indignación contra la pobreza. En aquel veinteno vieron la luz novelas como La ciudad y los perros, La casa verde y la insigne Conversación en la Catedral.
Más adelante, del 80 al 2000; se volvió contra los fanatismos y quienes intentan imponer sus utopías. Se desencantó por la izquierda, entre otros motivos, a raíz de la censura intelectual llevada a cabo en la URSS y Cuba, de la invasión en Checoslovaquia y lo poco que representaban al socialismo, los regímenes que bajo sus consignas alcanzaron el poder. La violencia de los que defienden utopías encarna una gran amenaza a la libertad individual. Durante ese período publicó La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta, entre otros.
Por último, a partir del nuevo milenio, desarrolló una visión más pesimista del humano, reconociendo sus limitaciones, y al mismo tiempo, reconciliándose con él. Se puede observar una creciente resignación, que aparentemente le hizo suponer que todos los esfuerzos están destinados al fracaso. Ahora trata a sus adversarios de manera más melancólica, incluso con compasión. No se mete tanto con las desgracias que provocan, sino con sus traumas y las causas que los llevaron a hacer lo que hicieron. Antes, en cambio, los describía con distancia, ironía y desprecio. Con esta nueva perspectiva, se impregnaron libros de la talla de La fiesta del chivo, Travesuras de la niña mala y El sueño del celta.
Posteriormente, al tomar la palabra Enrique Krauze, manifestó, No creo en la teoría de los grandes hombres, pero sí que hay vidas que inciden en la vida del país. Creo que lo que propusiste en los 90: un proyecto económico, significaba nada menos que un cambio en la cultura económica. Y lo dice un mexicano: ese cambio fue una profecía y ahí están los logros de ese Perú en progreso.
Minutos después, recordó que el ínclito novelista había rechazado al indigenismo, marxismo, senderismo, socialismo, militarismo y “todos esos ismos fanáticos”, salvo el liberalismo. Y, tras hacer hincapié en que el liberalismo tiene como esencia la crítica, le propuso esgrimir una crítica a dicha corriente política y de pensamiento.
Respecto a la importancia de la literatura, como vehículo que promueve una sociedad más justa y a su rol de impulsadora del cambio movido por el inconformismo, aseguró, la literatura no puede ser un instrumento de propaganda sin morir, para eso está el ensayo, el artículo o la conferencia. El arte y la ficción no pueden estar subordinados a la ideología. De lo contrario, los lectores reaccionarían protegiéndose y rechazando todo mensaje subliminal o explícito. La problemática personal, sin embargo, sirve como materia prima de la imaginación.
Casi al final, al tratarse el problema del poder y la fuente de corrupción y violencia que siempre ha sido, aseguró, frente al poder hay que poner contrapesos que lo frenen y moderen, porque cuando no están estos mecanismos, el poder se convierte en brutalidad y surgen las dictaduras. Los liberales estamos convencidos que el poder es peligroso y si no se le vigila, va a crecer de manera terrible.
Finalmente, Mario Vargas Llosa, quien a los setenta y cuatro años de su edad, recibió el Premio Nobel de literatura de manos de la Academia sueca, se refirió al pilar que ha defendido a lo largo de su vida, con especial ahínco, a contrapelo de las vicisitudes políticas mundiales: la democracia. La única forma de acabar con la violencia en una sociedad, es a través de la mediocridad y esa mediocridad se llama democracia. La democracia es imperfección a diferencia del socialismo que buscaba perfección. Sin embargo, hay un lugar donde podemos alcanzar perfección y belleza. Y es a nivel individual: lo que tanto defiende el liberalismo. Ningún individuo debe estar sacrificado por la colectividad.
*Carlos Miranda estudia Psicología en la Universidad de Lima, y es editor del blogwww.divergencia-carlitox.blogspot.com