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El refugio escondido de Coppola y la Belice garífuna

Los Coppola en su solaz caribeño.

Durante mi última estancia en Belice, una soleada mañana di en entretenerme buscando el refugio escondido que Francis Ford Coppola, el famoso director de cine norteamericano, posee allí. No es que el asunto me interesara especialmente, pero me servía de pretexto para explorar el interior del país y sacudirme el muermo de los cayos. ¡Qué quieren que les diga, no sólo de tumbarse al sol vive el hombre!

No es un secreto para nadie que la inmensa mayoría de los visitantes que llegan a Belice no buscan más que la soledad de los cayos y la esplendorosa belleza del arrecife. Pero por alguna razón que se me escapa, Coppola prefirió la remota soledad de los espesos bosques, dramáticos valles y turbulentas aguas del Mountain Pine Ridge, el más afamado de los Parques Nacionales beliceños, para instalar el Blancaneaux Lodge, su refugio escondido en Belice.

El lugar es un pequeño complejo de lujosas cabañas, engañosamente rústicas, escondidas entre exóticas plantas tropicales en lo alto de una barranca, por cuyo fondo brincan jubilosas las aguas del río Preservación. El foyer de la recepción está decorado con numerosos elementos utilizados en el rodaje de Apocalypse now y sobre la mesa descansa un gran libro para que los invitados escriban mensajes personales que Coppola acostumbra a responder en sus largas estancias en el Lodge. Aquello tiene más pinta de hotel de lujo exclusivo que de refugio personal y mucho me malicio que, cansado de descansar y de escuchar el silencio, el avispado cineasta ha terminado por explotar el invento.

Nadie sabe cómo logró la pertinente autorización, pero Coppola se las arregló para instalar una rústica pista de aterrizaje dentro del Parque Nacional, de tal manera que sus invitados llegan desde el aeropuerto al Lodge en cosa de minutos a bordo de una avioneta. Me contó el director que acababan de inaugurar otro Blancanneaux Lodge en Hopkins, en la playa, para que sus invitados (clientes de pago a todos los efectos, no se dejen engañar por el eufemismo) puedan disfrutar de ambas experiencias, mar y montaña, durante su estancia en Belice. Y nada de molestos traslados, la avioneta se encarga de llevarlos de un lugar a otro cada vez que lo precisan.

Bueno, ellos se lo pierden. Yo hice el viaje por tierra y pude disfrutar de magníficos paisajes por el camino. Hacia el sur, todo es terreno ondulado, alfombrado de selva y naranjos. Al oeste, sobresalen las alturas de las montañas Mayas, corriendo paralelas a la costa. En el extremo septentrional de esta sierra se encuentra la Reserva de Cokscomb, un inmenso circo de jungla virgen, donde viven a sus anchas los últimos jaguares que quedan en el mundo. Allí cerca, como si el tiempo no hubiera pasado, los garífuna, descendientes de los esclavos que se rebelaron contra los ingleses en la isla de San Vicente, se arraciman en un par de insólitas comunidades.

Llegar a Hopkins, el más garífuna de los pueblos beliceños, es como entrar en otro mundo: numerosas casas destartaladas construidas, sin orden alguno, sobre pilotes de madera, se esparcen entre la solitaria carretera y la inacabable playa de arenas blancas de coral. Allí suena la marimba, mientras los negros bailan la “punta”, arrastrando los pies y moviendo frenéticamente las caderas. La comida, el idioma, de resonancias africanas, el color de la piel y las voluminosas redondeces de las matriarcas garífuna, nos hablan de otros tiempos y nos regalan la inapreciable estampa viva de una cultura que apenas suma ocho mil individuos repartidos en pequeñas comunidades por el golfo de Honduras y que la UNESCO ha declarado recientemente Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.

Entrar en Hopkins, ya digo, es como viajar en la máquina del tiempo. Allí, uno va a los lugares caminando o en bicicleta, se queda ensimismado contemplando las musarañas y aprende enseguida a beber y a pensar a cámara lenta. Nadie sabe a ciencia cierta dónde ni cuando aplican su energía los garífuna para procrear tantos hijos, aunque el inmenso trecho de playa solitaria que se extiende en ambas direcciones hasta el infinito, acoge cada atardecer los arrumacos amorosos de las parejas más jóvenes, mientras se pierden cansinamente abrazados en la penumbra del horizonte, descalzos, sin camisa y sin problemas.