< Detras de la cortina

Philip Seymour Hoffman (1967-2014)

A pocos días de la fiesta mayor del cine, el único actor que, en los últimos años transformó el rol de apoyo en el atractivo más apreciado de muchas películas, dejó de existir víctima de una de esas sobredosis que liquidan ilusiones, pasiones e incluso la simple razón de vivir. Como si su excesivo compromiso interpretativo no fuera suficiente para llenar esos vacíos que, probablemente, lo llevaran a terminar con su vida, Philip Seymour Hoffman (1967-2014), el brillante actor estadunidense, falleció recientemente.

Philip Seymour Hoffman es la escondida alternativa a la que cada joven aspirante a actor debería enfocarse. Para esos muchachos que creen que les gusta la profesión equivocada, porque piensan que con solo el talento no es suficiente. El cine industrial nos ha hecho creer que además del talento, el atractivo físico (ese ya estandarizado por Hollywood) y el carisma son las tres características necesarias para triunfar en la gran pantalla. Con una fisonomía en donde no destaca algún atributo de esos que el cine nos ha impuesto y sin el carisma que ayudó a convertir en estrella a un actor como Dustin Hoffman (también alejado del estándar de belleza), Seymour Hoffman rompe ese molde para demostrarnos que un rostro y una figura desapercibidos se pueden convertir en la mejor presencia de una película.

Mientras que el prototipo de galán muchas veces obliga a los actores a crear una personalidad tan atractiva que se ven forzados a repetirla por exigencias del público, Philip Seymour Hoffman aprovechó esa “desventaja” para crear personajes con alma. A diferencia de actores versátiles como Alec Guinness, en el pasado, y Johnny Depp, en el presente, que recurren mucho al maquillaje, Seymour Hoffman hacía caracterizaciones internas. Recurría a la variedad de timbres de voces, a la modulación de los gestos y a la dinámica o a la austeridad motriz en sus personajes para hacernos ver un rostro diferente cada vez.  El pedante soberbio en “Aroma de mujer” (1992), el introvertido homosexual en “Boogie Nights”(1997), el excéntrico escritor en “Capote” (2005), el hijo avaro que planea el robo a la empresa de sus padres para quedarse con el seguro y termina matando, accidentalmente, a su madre en “Antes que el Diablo sepa que estás muerto” (2007), el sacerdote que pelea ambiguamente por su inocencia en “La Duda” (2008) o el carismático, pero obtuso predicador en “The Master” (2012), son sólo algunos ejemplos de lo camaleónico que podía ser.

Su versatilidad no sólo se limitaba a su faceta de actor cinematográfico o teatral (fue nominado hasta en tres oportunidades al “Tony”, el premio más importante del teatro americano), sino también destacó como Director y Director Artístico en obras teatrales en las que no actuaba, necesariamente. Podía descollar en trabajos tan complejos, como en “Largo viaje hacia la noche” u “Otelo” y, con la misma habilidad, destornillarnos de risa en una comedia típica hollywoodense como “Mi novia Polly” (2004).

Con la ida de Philip Seymour Hoffman, el cine contemporáneo pierde a una de sus más destacadas figuras, pero el arte gana un legado invalorable.

*Comunicador Social, Universidad de Lima