Juego de tronos, crisis del catolicismo
No suelo ocuparme de cuestiones religiosas, ni siquiera en Semana Santa. Sin embargo, dado que estas fechas han coincidido con significativos acontecimientos, como la inesperada renuncia y la asunción de un nuevo papa, no he encontrado mejor ocasión para expresar mis puntos de vista sobre el estado de la Iglesia Católica en el mundo contemporáneo, tema sobre el que, por lo demás, se discutió bastante en las últimas semanas.
Los hechos recientes representan, en ciertos aspectos, una ruptura con la tradición. La renuncia de Joseph Ratzinger a su investidura como el papa Benedicto XVI, es un acto que no se había producido en los últimos 600 años, y que contrasta marcadamente con la prolongada agonía de su predecesor, Karol Wojtyla (Juan Pablo II), quien se aferró al papado pese al completo deterioro de su salud. La elección como papa, por primera vez de un sacerdote latinoamericano y jesuita, Jorge Bergoglio (hasta entonces arzobispo de Buenos Aires), bajo el título de Francisco (evocando la ascética figura del monje del siglo XIII San Francisco de Asís, fundador de la orden de los franciscanos), marca otro hito significativo.
Pese a lo anterior, sería apresurado predecir si la sucesión papal tendrá consecuencias significativas en el rumbo del catolicismo. Lo que sí es evidente, es que estos hechos se producen en un contexto en el que, como se admite en general, la Iglesia Católica se encuentra sumida en una grave crisis y crecientemente debilitada como institución. Hoy en día, casi en todas partes, el panorama para la Iglesia Católica, luce crecientemente desalentador.
La marcada secularización y el consiguiente retroceso del catolicismo en Europa son evidentes, al punto que hace décadas que sus iglesias son vendidas por falta de fieles, mientras que en Norteamérica, tan sólo los ex católicos representan un 10% de la población. En cuanto a Latinoamérica, la región de la que procede el actual papa, el catolicismo también retrocede debido al avance del evangelismo y de la secularización.
Sobre este punto, considero que los analistas suelen incurrir en un error de apreciación : atribuyen casi exclusivamente el debilitamiento de la Iglesia Católica a la expansión de cultos protestantes evangélicos (que habrían logrado más conversos en nuestros países que en Europa en el curso de la Reforma del siglo XVI), sin atender en absoluto que en esta región también se viene produciendo un proceso de secularización (si bien por el momento menos marcado que en Europa y la propia Norteamérica). Evidencia de ello es que en la última década, una serie de gobiernos progresistas han venido aprobando leyes que sectores religiosos conservadores, tanto católicos como evangélicos rechazan, como (por citar las más mediáticas) la despenalización del aborto y las uniones civiles o matrimonios homosexuales. (1).
Argentina, país de origen del actual pontífice y Uruguay, de hecho, están casi tan secularizados como cualquier país de Europa occidental y en el algo más conservador Chile, los agnósticos y ateos ya superan el 10% de la población, mientras que apenas algo más del 35% de la población confía en la Iglesia Católica como institución. El Perú, aunque aún más tradicional, no es en ningún caso una excepción, como lo evidencia n las encuestas sobre religiosidad publicadas por Semana Santa o la evidente frialdad del presidente Ollanta Humala hacia las instituciones eclesiásticas, expresada en la posibilidad de que sea el primer jefe de Estado en no asistir al Te Deum en la catedral por el Día de la Independencia.
Hay que señalar que la Iglesia Católica no sólo ha perdido casi en todas partes influencia sobre el poder político, sino que su presencia en la educación se ha reducido sostenidamente. La enseñanza religiosa casi ha ido desaparecido de las escuelas públicas (incluso en el Perú se encuentra en retroceso, al dejar de ser obligatoria) y en la educación privada, los colegios laicos están desplazando a los confesionales, que han disminuido el atractivo que habían mantenido entre las clases más acomodadas. La pérdida de vehículos de reproducción ideológica en el sistema educativo sería una de las razones más saltantes de que la influencia del catolicismo se reduzca aún más marcadamente entre los jóvenes, quienes ni siquiera conocen, muchas veces, los fundamentos del dogma y el rito católico.
Sólo en Africa, y en menor medida en ciertas zonas de Asia Oriental, la situación general del catolicismo es positiva. En la primera, el número de fieles se ha incrementado en 700% en los últimos 40 años. Esta expansión excepcional podría deberse, entre otro motivos, a que el cristianismo representa una religión liberadora respecto a la tradición animista (dado que contrarresta el poder de chamanes y ancianos frente a los jóvenes); a que la prédica conservadora del catolicismo no parece por lo general incompatible con el ethos de las masas africanas; a los grandes desajustes sociales producidos en muchos de estos países por las guerras poscoloniales y las migraciones del campo a la ciudad; y a que, ante la ausencia de una cobertura adecuada de servicios de salud y educación, la Iglesia Católica está en capacidad de brindar los mismos a amplios sectores desfavorecidos.
Observando este estado de cosas, cabría analizar cuáles son las claves de la crisis que atraviesa la institución católica en la mayor parte del mundo y su impacto en la sucesión papal. Para ello, creo que debemos distinguir los factores estructurales de los coyunturales para comprender adecuadamente el fenómeno.
Se ha convertido en un tópico en los medios de comunicación asociar la crisis del catolicismo con los escándalos de pedofilia, los Vatileaks y las irregularidades financieras que han evidenciado los malos manejos y la corrupción, precipitando una crisis de legitimidad. Sin embargo, parafraseando al ilustre pensador jesuita de mediados del siglo XX, Teillhard de Chardin, se está viendo parte del fenómeno, pero no el fenómeno entero.
Ciertamente, las denuncias de pedofilia durante la última década han hecho mucho por desacreditar la imagen de la Iglesia Católica ante la opinión pública occidental y han tenido para la misma un altísimo costo económico, estimado en $1000 millones pagados en indemnizaciones y transacciones extrajudiciales con las víctimas, desembolso que ha generado a su vez una crisis financiera en las arcas vaticanas. Pese al evidente daño que le han ocasionado, no considero que los abusos sexuales a menores y las situaciones de encubrimiento del mismo sean la mayor causa estructural de pérdida de vigor del catolicismo. Aunque suene controversial, considero que los medios de comunicación han sobreestimado el problema de los casos de pederastia y dejado de lado muchos otros aspectos.
Apreciando el fenómeno en toda su dimensión, considero que la Iglesia Católica padece simultáneamente de una crisis de legitimidad entre la opinión pública en general (incluyendo sectores no católicos) y otra de adhesión entre la población que históricamente conformaba su feligresía. La crisis de legitimidad en años recientes se explica en buena cuenta por los escándalos de pederastia y corrupción. La segunda crisis, sin embargo, se debería a factores estructurales más complejos, que no han sido suficientemente tenidos en cuenta bajo esta coyuntura.
Considero que las principales causas estructurales de pérdida de arraigo del catolicismo son las actitudes de sus representantes frente al control de la natalidad, el celibato y el sacerdocio femenino. Grosso modo, las cerradas posturas de la ortodoxia vaticana respecto a estos temas estimulan la disminución de vocaciones y el alejamiento de fieles.
Es un despropósito creer que lo común es que los sacerdotes sean pederastas en potencia. Tampoco serían homosexuales en su mayoría, aunque la proporción sea probablemente más alta que entre el resto de la población, dado que es muy probable que el rechazo social a la homosexualidad haya empujado en el pasado a muchos jóvenes inseguros de sus preferencias sexuales al sacerdocio (y que por lo mismo la creciente apertura sociocultural respecto a la sexualidad motive que los hábitos pierdan atractivo para sujetos con este perfil).
Sin embargo, estimo que la mayoría de sacerdotes que infringen el celibato son sujetos heterosexuales que simplemente desearían tener una vida de pareja, la misma que por sus votos de castidad no puede hacerse pública. Antaño la Iglesia tenía el suficiente poder para ocultar las transgresiones de sus miembros y los sacerdotes podían tener una vida sexual más o menos inmune al ojo público.
Pero, en cierto modo, la moral protestante, que exige consecuencia entre la prédica y los actos, ha ganado terreno en el imaginario social y la presión para que los sacerdotes observen con rigor el celibato se ha acrecentado grandemente. Al existir menores posibilidades de disimular su vida sexual, muchos sacerdotes o seminaristas se ven en la obligación de colgar los hábitos antes que sufrir el escarnio público. Ello explicaría hasta cierto punto la pronunciada disminución de vocaciones que ha venido sufriendo durante las últimas décadas la institución católica en la mayor parte del mundo.
Dicha disminución de vocaciones tiene a su vez consecuencias muy graves para la reproducción del clero como cuerpo social. Antiguamente, la Iglesia Católica era una institución dentro de la cual se obtenía prestigio social y riqueza. Los obispos se encontraban sin duda entre los notables de la jerarquía social, el poder religioso se asociaba al político y económico, por lo que muchos jóvenes de familias favorecidas veían el sacerdocio como una opción atractiva, mientras que para las mujeres de dicho estrato el convento fue una opción al matrimonio mientras no se produjo la emancipación de las mujeres y su ingreso masivo al mercado de trabajo.
Sin embargo, la secularización y procesos sociales conexos de la modernidad han puesto fin a este statu quo favorable a la Iglesia. Hoy en día en la mayor parte del mundo ésta debe por fuerza volverse menos selectiva en el reclutamiento. Resulta muy probable que muchos de los que aún ingresan al sacerdocio, o tengan orígenes muy humildes (y por lo general una formación precaria), o sean sujetos en algún sentido marginales, con desequilibrios de personalidad (lo que puede favorecer el incremento de casos de pedofilia).
Por otra parte, la negativa a aceptar el control de natalidad por medios “no naturales” ha alejado a millones de fieles que desean limitar su fecundidad. No se trata, como suponen algunos, de personas que pretenden practicar el amor libre o entregarse a la promiscuidad (grupos que por vocación no son cercanos a la iglesia), sino de fieles que sienten que el catolicismo no entiende sus necesidades y se aferra a principios obsoletos en temas que no competen al dogma.
No comparto, en cambio, la opinión de muchos analistas de que la condena al matrimonio homosexual o a la propia práctica homosexual, esté entre las causas principales de declive de la Iglesia Católica, pese a que un creciente número de iglesias protestantes estén revisando sus posturas al respecto. Prueba de ello es que grupos evangélicos que adoptan posturas similares al respecto que el catolicismo, han tenido una vigorosa expansión en Latinoamérica, pese a que nuestra sociedad no ha sido ajena a la flexibilización de la moral sexual. Tampoco la oposición al aborto sería una explicación decisiva para la pérdida de arraigo del catolicismo entre dichos sectores de la población, considerando nuevamente que la oposición evangélica es igual de rigurosa.
La Iglesia Católica podría seguir sosteniendo posturas contrarias al aborto y la homosexualidad y, pese a ello, retener una masa de fieles, con ideas conservadoras y ansias de espiritualidad (los mismos que en Latinoamérica vienen atrayendo los cultos evangélicos). El gran factor de pérdida de seguidores es, ante todo, su condena a los anticonceptivos. Una oposición absurda y anacrónica, que ignora su extenso uso desde hace décadas, y que lleva a millones de feligreses a vivir permanentemente en pecado (es decir, infringiendo los mandatos eclesiásticos). Olvidan que los propios Padres de la Iglesia, no exigían la abstinencia sino que atacaban el libertinaje, recomendando encauzar la vida sexual en el matrimonio.
Oponerse a los métodos de planificación familiar representa, en último término, una forma de abuso de menores: familias de escasos recursos con muchos hijos no podrán darles a estos una educación y alimentación adecuada, perjudicando gravemente su calidad de vida.
Por último, la prohibición del sacerdocio femenino en tiempos de masiva inclusión de las mujeres en múltiples esferas, sería un factor adicional en el debilitamiento institucional del catolicismo, considerando que la ausencia de mujeres en el clero representa un creciente pasivo en tiempos en que las vocaciones escasean. Históricamente las mujeres han tendido a tener más adhesión a la vida religiosa, y en muchos lugares sigue siendo así, aunque en menor medida. Miles de mujeres ejercen los hábitos como monjas y estarían perfectamente capacitadas para oficiar los rituales y hacerse cargo de parroquias y obispados. En tiempos en que el discurso de equidad de género ha ganado muchísimo terreno, el que la Iglesia Católica siga discriminando institucionalmente a las mujeres, debe por fuerza restarle mucha legitimidad entre las mismas. La inclusión de sacerdotisas oxigenaría el cuerpo eclesiástico, permitiría atender mejor la red de parroquias y contribuiría a modernizar la imagen de la institución, sobre todo generando una visión más favorable de ella entre el público femenino.
La institución católica padece casi en todas partes una notable esclerosis que contribuye a su acelerada pérdida de influencia en sociedades crecientemente secularizadas, con cuyas prácticas y valores muestra un desfase colosal. Para salir de este callejón sin salida, la Iglesia Católica necesita urgentemente revisar sus postulados respecto al control de la natalidad, el celibato y el sacerdocio femenino, y para ello debería convocarse a un Concilio Vaticano III para llevar a cabo las reformas.
En el marco de las mismas, como alternativa al celibato podría disponerse que la castidad sea un voto voluntario (pudiendo ser obligatorio en el caso de los monjes de convento) o, llegando más lejos, exigirse que los obispos sean solteros (no divorciados) o viudos (a la manera de la Iglesia Ortodoxa); para instaurar el sacerdocio femenino, sencillamente habría que admitir a las monjas a oficiar misa y a ejercer puestos diocesanos en parroquias y obispados; respecto a los anticonceptivos, revisando la posición de la encíclica Humanae Vitae de 1968, podría declararse que la Iglesia condena la promiscuidad sexual pero no el uso de anticonceptivos, siempre que se empleen en el marco de relaciones de pareja estables y, preferentemente, dentro del matrimonio.
A contracorriente de lo que algunos piensan, dichas modificaciones no implicarían una modificación sustancial en la prédica, espíritu u organización del catolicismo. No creo que en las circunstancias actuales dicho aggiornamiento (modernización) revierta el prácticamente irreversible proceso de secularización en la mayor parte de Occidente, pero sobre todo en América Latina seguramente podría recuperar muchos fieles de los cultos evangélicos, atraídos nuevamente por la mayor consistencia de sus doctrinas, solidez institucional y superior preparación de sus ministros.
En realidad los cambios sugeridos serían más de forma que de fondo. La Iglesia podría aferrarse a muchos de sus dogmas sobrenaturales y ser un baluarte de ciertos valores conservadores sin seguir siendo el dinosaurio premoderno en el que ha devenido. De lo contrario, es probable que se cumpla la profecía del teólogo disidente suizo Hans Kung (cuyas enseñanzas fueron vetadas por Juan Pablo II) que anuncia que “la Iglesia caerá en una edad de hielo y correrá el peligro de encogerse hasta convertirse en una secta cada vez más irrelevante”, la misma que, de momento, parece estarse cumpliendo vertiginosamente.
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(1) Cabe anotar, sin embargo, que el nuevo pontífice no está libre de cuestionamientos. Bergoglio fue el jefe de la Orden de los Jesuitas durante la dictadura militar argentina de los años 70, de la cual no fue crítico, existiendo además acusaciones en su contra de no haber protegido a sacerdotes y laicos de su entorno que fueron víctimas de la persecución. De hecho, la Iglesia Católica se halla particularmente desacreditada en Argentina por el apoyo de muchos de sus jerarcas al régimen militar, pese a sus crímenes contra los DDHH (no fue así el caso en otros países como Chile y Brasil, donde importantes sectores eclesiásticos cuestionaron a los regímenes militares de entonces y protegieron a disidentes). Aunque no se demuestre ninguna responsabilidad penal del actual pontífice, la relación de éste y el resto del clero de su país con la dictadura probablemente sea objeto de frecuentes cuestionamientos en los años venideros.
*Esteban Poole Fuller estudia Derecho y Comunicación en la PUCP y es miembro del grupo literario Suicidas.