Un perro andaluz: el ladrido del surrealismo en el cine
Un perro andaluz (Un chien andalou en francés), es una película de veintiún minutos que dirigió Luis Buñuel con el apoyo de Salvador Dalí (ambos eximios representantes del arte surrealista). Su estreno se llevó a cabo en París allá por junio de 1929 en el Studio des Ursulines y, posteriormente, se presentó en el Studio 28, ubicado en la misma ciudad, durante nueve meses consecutivos. El cortometraje tuvo un éxito rotundo, pese a su escaso presupuesto (25 000 pesetas provistas por la madre de Buñuel) y consiguió granjearse el favor de la intelectualidad radicada en Francia (en una época en la que París era considerada la meca de la alta cultura).
Tal fue la popularidad de Un perro andaluz, que no faltó quien deslizara la afirmación que, a fuer de ello, se trataba de una película burguesa. A la sazón, cabe destacar, tanto burgueses como intelectuales despreciaban el cine. Los primeros por ser un espectáculo barato, y por tanto, accesible para la plebe. Los segundos en virtud de que sus historias se les antojaban frívolas y patéticas, toda vez que no estimulaban la reflexión ni resultaban acicate para cuestionamientos ni elucubraciones sofisticadas. Sin embargo, los modelos que se opusieron al paradigma de Hollywood (que ostentaba la hegemonía del cine mundial, por lo menos desde finalizada la Primera Guerra), terminaron por desaparecer al poco tiempo.
Sin duda, esta primera película de Buñuel, que fue muda hasta 1960, año en que se le incorporó Tristán e Isolda de Richard Wagner y un tango; marcó un hito en la historia del cine, pues no sólo rompió los esquemas narrativos clásicos, sino también la secuencia lineal del tiempo. En ese sentido, podemos advertir que los anuncios temporales que se muestran entre diversas escenas: “Érase una vez”, “Ocho años después”, “Hacia las tres de la mañana”, “Dieciséis años antes” y “En primavera”, son una burla de la estructura típica del relato filmográfico.
Según señalan Pérez Turrent y De la Colina en su libro Luis Buñuel: prohibido asomarse al exterior, la trama de esta obra, ícono y máxima expresión del cine surrealista, se empezó a hilvanar a partir de dos sueños. Uno de Dalí en que su mano expelía un enjambre de hormigas y otro de Buñuel, donde éste se veía con una navaja de afeitar seccionando el ojo de una persona. La intención era exhibir una secuencia de imágenes potentes y sugestivas, sin que las encadenara ningún sentido. De tal forma, cada espectador puede otorgarle un significado distinto e incluso sentirla de modo dispar si la vuelve a ver.
El propio nombre de la película, Un perro andaluz, no guarda relación alguna con ésta y fue utilizado por Buñuel por ser el título de un poemario inédito suyo, del cual recogió muchas de las representaciones que aparecen en el filme. Así pues, nos topamos de entrada con la destrucción de la lógica y la consiguiente imposibilidad –procurada deliberadamente por el cineasta aragonés– de realizar interpretaciones racionales o descubrir simbolismos encubiertos.
Para una cabal comprensión del proyecto surrealista llevado al séptimo arte, aparte de los aparentes enredos ya descritos, es menester explicar sucintamente el influjo del psicoanálisis de Freud sobre Buñuel y el movimiento que representa. El psicoanálisis, una de las escuelas psicoterapéuticas más importantes de la psicología, preconiza el rol preponderante del inconsciente sobre la vida anímica de las personas. En el inconsciente yace todo el material psíquico que ha sido reprimido por resultar intolerable: deseos, motivaciones, pulsiones, sentimientos y pensamientos. Este material se proyecta, es decir, se coloca fuera de uno, constantemente: en la transferencia durante la terapia analítica, en el marco de las relaciones interpersonales, en los sueños, el arte, etc.
En el arte la proyección resulta inevitable, de modo tal que el artista, a través de los temas que a él le escogen, no que él escoge, complace sus deseos hallando en su obra un sustituto de la satisfacción que le hace falta y deshaciéndose del superávit de energía que lo acongoja; en esa especie de sublimación. No obstante, el artista suele presentar sus afectos camuflados detrás de componentes culturales e historias verosímiles. Situación contraria ocurre con los surrealistas, cuya intención fundamental es revelar, mediante el arte, los misterios del inconsciente –indescifrables fuera de la terapia analítica–. Así, el surrealista evoca elementos aparentemente inconexos, aunque unidos por relaciones latentes inaccesibles a su conciencia, dada la acción defensiva de una suerte de autocensura. De suyo, el surrealismo (a diferencia del psicoanálisis) no pretendía dilucidar esas relaciones, sino presentar las imágenes en su estado crudo.
Ahora bien, ¿qué cosa es el surrealismo?: un movimiento artístico y cultural –o contracultural– que surgió en Francia en la década de 1920, en torno a la figura del poeta André Breton. Éste, lo define en su primer Manifiesto Surrealista como “Un dictado del pensamiento sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. Su nombre francés, surréalisme, denota “por encima del realismo”, lo que permite apreciar que la traducción al español “surrealismo”, no es la más pertinente y en su lugar se debió optar por “metarrealismo”, “suprarrealismo”, “superrealismo” o “sobrerrealismo”.
Pese a que su precedente más cercano es el dadaísmo, corriente que impulsó en Suiza Tristan Tzara en 1916; la génesis de su columna vertebral se vislumbra con la emergencia del romanticismo en Alemania, a finales del siglo XVIII. Éste rechazó el excesivo valor atribuido a la razón y al intelecto que provocara la Ilustración. Colocó el énfasis más bien en los sentimientos y experiencias subjetivas y rompió con los valores culturales en nombre de la libertad. De manera que el contenido dejó de estar subordinado a las formas (en poesía, por ejemplo, perdió relevancia la rima y el metro y en el teatro, se debilitó la autoridad de las tres unidades aristotélicas: acción, tiempo y lugar). Asimismo, surgió la novedad de la obra abierta, que a diferencia de la obra cerrada, se prestaba a ser interpretada según las expectativas e intelecciones de cada espectador.
El dadaísmo, por su parte, puso en la diana la moral y la razón burguesa. Su principal objetivo fue impugnar los tópicos culturales existentes, formando una corriente revolucionaria antiartística que, a partir de un germen nihilista, negara y destruyera todo (incluso a sí misma). Se trataba, en rigor, del más genuino anarquismo artístico, cuyos representantes pretendían crear adrede obras incomprensibles. Su legado se mantiene vigente hoy en día, en el imperante cuestionamiento a todo tipo de cánones estéticos y la actitud irreverente de muchos artistas, que enarbolando la bandera de la espontaneidad, se involucran en toda clase de escándalos. Sin embargo, el movimiento que encabezó Breton buscaba provocar más que destruir y, además, instituir un arte de lo inconsciente. Incluso con el paso del tiempo se convirtió en una actitud a tomar y una forma de vivir, disociando al extremo la emoción de la razón y privilegiando la primera. Tales condiciones determinaron que el surrealismo y su “ética del impulso”, establezca una enemistad irreconciliable con tres castas: los burgueses, pues imponen las normas que ellos se sienten impelidos a violar; el ejército, ya que protege el orden establecido (stablishment en inglés); y los curas o cualesquiera líderes religiosos, por hacer las veces de guardianes de la moral.
El deseo constituye un ingrediente gravitante de este arte que siempre ha de ser provocador y revulsivo, puesto que los surrealistas creían, como planteó Freud en El malestar en la cultura, que éste colisiona constantemente con la realidad. Entonces, evidencian en sus obras, la frustración inherente a la energía pulsional que no puede descargarse salvo mediante un atropello a los tabúes y normas sociales. De esta manera nos muestran el sentimiento de culpa que surge cuando, tras haber interiorizado éstas, cuyo fundamento es conferir seguridad a sus integrantes –que han notado su propia vulnerabilidad–; se transgreden en pos de la autocomplacencia. De allí que se conciba incompatible la vida en civilización con la plena satisfacción individual.
Para la presentación de esta “estética en estado salvaje”, el surrealismo se valió de una serie de técnicas (que se difundían entre sus adeptos). Dos de ellas se pueden apreciar en Un perro andaluz. A saber: el Cadáver exquisito, que consiste en que varios pintores dibujen las distintas partes de una tela o varios escritores compongan los diversos pasajes de una narración, sin conocer lo hecho por sus predecesores. Y el Collage, que se obtiene mediante el ensamblaje de objetos incongruentes.
En ese sentido, Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas, observa que, con sus manifiestos y recetas, el surrealismo se volvió contra sí mismo. Sobre el particular escribe: No hay mayor conservatismo que el de los revolucionarios triunfantes y de la búsqueda de una autenticidad salvaje se desembocó en un nuevo academismo. Y más adelante sentencia: Una academia del surrealismo es algo así como una junta de buenas costumbres en el infierno.
El error más grave del surrealismo, según Sabato, fue asumir que se podía adoptar como guía para la vida, una doctrina que propugne la destrucción pura como consigna y el irracionalismo puro como método. No puede ser así, pues la vida en comunidad requiere el sacrificio del “yo” en favor del “nosotros” y la renuncia a las pulsiones en búsqueda del diálogo. Ello quedó clamorosamente evidenciado al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando en medio de ruinas y desolación, el hombre se sintió llamado a dejar de destruir. En sus palabras: No bastaba con preconizar la irracionalidad, que después de todo, la Gestapo la había practicado mejor que ellos: era menester darse cuenta de que si el hombre no era pura racionalidad, como pretendió una civilización maquinista, tampoco era pura irracionalidad. Sin embargo, también sostiene que hay algo auténtico en el surrealismo que se prolonga y profundiza en la filosofía existencialista: la convicción de que ha concluido el dominio de la mera literatura y del mero arte, de que ha llegado el momento de colocarse más allá de las puras preocupaciones estéticas para enfrentar los problemas del hombre y su destino.
Actualmente, se puede percibir el influjo del surrealismo en lo que Vargas Llosa denominó La civilización del espectáculo. Sin duda, se trata de los rezagos de un movimiento que estuvo conformado por genios creadores de la talla de Breton, Buñuel, Dalí, Miró, de Chirico, etc., etc., y que dio forma a encomiables obras tales como Los placeres prohibidos, Rayuela, La persistencia de la memoria, Viridiana, entre otras. Rezagos, decía, que se insinúan en postulados surrealistas simplificados y distorsionados, puestos en práctica para hacer del caos una obra de arte. De ello se queja el novelista peruano (en el libro que intituló precisamente “La civilización del espectáculo”): Ya no existe criterio objetivo alguno que permita calificar o descalificar una obra de arte, ni situarla dentro de una jerarquía […] en la actualidad todo puede ser arte y nada lo es, según el soberano capricho de los espectadores.
Ibídem, menciona algunos ejemplos de esas lamentables creaciones que evidencian escases de ideas, limitadas habilidades técnicas y afán histriónico. Entre ellas, la pieza Santa Virgen María, donde se la presenta atiborrada de fotos pornográficas. El retrato de una infanticida, que Harvey diseñó con manos pueriles. La famosa Aceleración Cigótica, en que aparecen un grupo de niños andróginos con caras compuestas por falos erectos y aquellas urnas de cristal donde un ensamblador colocó huesos humanos y restos de un feto. Además, relata una anécdota esclarecedora: Un buen amigo, escultor cubano, harto de que las galerías se negaran a exponer las espléndidas maderas que yo le veía trabajar de sol a sol en suchambre de bonne, decidió que el camino más seguro hacia el éxito en materia de arte era llamar la atención. Y, dicho y hecho, produjo unas esculturas que consistían en pedazos de carne podrida, encerrados en cajas de vidrio, con moscas vivas revoloteando en torno. Unos parlantes aseguraban que el zumbido de las moscas resonara en todo el local como una amenaza terrífica. Triunfó, en efecto, pues hasta una estrella de la Radio-Televisión Francesa, Jean-Marie Drot, lo invitó a su programa.
Situémonos ahora en el contexto en que fue rodada y estrenada la primera película de Buñuel: París, 1929. A la sazón, se empezaba a germinar la Gran Depresión y las economías de Estados Unidos, Europa y la mayor parte del mundo; sufrían estragos devastadores. En los países entonces avanzados había tasas de desempleo de entre 20 y 30 por ciento o hasta más (semejantes a la que Grecia tiene hoy en día -2014- ). La URSS, sin embargo, bajo el régimen estalinista, consiguió sortear de manera exitosa aquella crisis, por estar fuera del circuito económico capitalista. Incluso, según la propaganda oficial, gozó de un crecimiento económico prodigioso en plena depresión, durante el primer Plan Quinquenal.
Entre las consecuencias de la crisis del veintinueve estuvo el avance del fascismo en Europa. Cabe destacar que, mientras eso ocurría, Francia controlaba un vasto imperio colonial (el segundo más extenso, sólo superado por el británico), con dominios repartidos por el norte de África y África Occidental, el Medio Oriente, el Sudeste Asiático, el Caribe y el Pacífico Sur. Como nación vencedora de la Primera Guerra Mundial, se creía que contaba con el ejército más poderoso del mundo, pese a lo cual las huestes nazis lo desarticularon en menos de dos meses.
Un dato no menos importante es que recién en 1930, en la tierra del champagne, la población urbana sobrepasó a la rural. Entre tanto, París tenía aproximadamente 2 millones de habitantes. Asimismo, en 1928 se construyó la primera unidad vecinal dentro de la capital francesa (hasta entonces se ubicaban en su periferia). Pocos años atrás los urbícolas empezaron a trasladarse a los suburbios que se enlazaban a París mediante vías férreas (cuando el avión todavía era una novedad y los trenes se encontraban en su apogeo).
En 1905, durante el período conocido como la III República, Francia se convirtió en el primer país donde hubo una flagrante separación entre Iglesia y Estado, cuando este último denunció el Concordato firmado con la Iglesia Católica. No obstante, en 1929, pese a que su Estado había sido stricto sensu laico por más de veinte años, las élites aún eran harto católicas. En aquel tiempo, la comida internacional elegante era la francesa y, sin llegar a tener la prevalencia del inglés de hoy en día, normalmente la gente educada en Europa y América sabía francés, que, de hecho, era el idioma de la diplomacia.
En el campo del arte empezó a desvanecerse la convención de transmitir un mensaje completamente inteligible y unívoco. Así pues, Picasso, con Las señoritas de Avignon (1907), desestructuró los espacios y apeló a la imaginación de la gente para el recto entendimiento de su propuesta, abriendo paso a la revolución cubista. En la literatura, con el Ulises (1922) James Joyce desestructuró el relato a través un abordaje ecléctico. Y en la música, al menos desde 1908 con Schönberg, empezaron a ganar popularidad las composiciones atonales (aunque él prefería llamarlas “politonales”).
Retornando a Un perro andaluz, el propio Buñuel desestimó toda clase de explicación que se le pudiera dar y, quien esto escribe, no quisiera incurrir en el despropósito de esbozar una, pues devendría paradójico: implicaría buscar conceptualmente la rebelión contra el concepto mismo.