Conducir en Lima
Ni bien bajé del avión me enfrenté a las tres docenas de taxistas que en todos los tonos del mundo, con silbadita y "pssstpeteada" incluida, trataban de llamar mi atención para que abordara uno de sus vehículos que me conduciría, rauda y peligrosamente, del Jorge Chávez, nuestro maltrecho aeropuerto, hasta mi casa.
Ni bien bajé del avión me enfrenté a las tres docenas de taxistas que en todos los tonos del mundo, con silbadita y "pssstpeteada" incluida, trataban de llamar mi atención para que abordara uno de sus vehículos que me conduciría, rauda y peligrosamente, del Jorge Chávez, nuestro maltrecho aeropuerto, hasta mi casa. Felizmente que ella vino a recogerme.
Si no fuera por el cretino que nos cerró el paso a la salida del estacionamiento y casi nos hace estrellarnos contra el muro de seguridad, mi primer viaje de retorno a Lima hubiera sido bastante apacible. Un jueves a la medianoche, salvo por unos cuantos privilegiados que aún tienen presupuesto para empezar a celebrar desde ese día el fin de semana, la ciudad se encuentra prácticamente desierta. No hay vuelta que darle, de la orgullosa capital de un Virreinato que abarcó media América sólo queda el nombre, Lima es una provincia de ocho millones, es decir, con los problemas de los pueblos chicos y sin sus virtudes.
El viernes decidimos irnos al sur para aprovechar la tranquilidad de las playas invernales. Mis vacaciones se prolongaban hasta ese fin de semana y ese día me comporté como rentista. Me levanté tarde, tomé un pantagruélico desayuno, leí el diario con una paciencia feroz y preparé mis maletas. Ella, que no gozaba como yo de un día libre, se trataría de librar temprano de sus obligaciones para enrumbar a nuestro destino con luz, ya estaba todo coordinado y los invitados llegarían antes de las nueve para comer juntos.
"Odio viajar de noche", me había dicho, y eso era lo que recordaba mientras recorría extraviado los corredores del supermercado. Apuré el paso y lancé a la canastilla todos los elementos incluidos en la lista que ella me había entregado. "¿Tú haces las compras? Genial. Entonces a las cinco y media te recojo... ¡Estáte listo!". Y lo estuve, o casi, que es lo mismo. Ella llegó tarde, yo demoré 5 minutos y terminamos saliendo una hora después.
"¡Odio viajar de noche!", me volvió a decir cuando tratábamos de ganar la carretera en la hora más bárbara del tránsito en la ciudad. Estábamos en lo que denominamos una "hora punta", es decir, el momento en el cual a todos los oficinistas se les ocurre abandonar su escritorio y se lanzan a las calles al volante de su automóvil último modelo de cuyas cuarenta y ocho cuotas ("lléveselo ahora y pague para siempre") sólo han cancelado siete, e inundan los pocos espacios libres que dejan los taxistas y microbuseros, hordas bárbaras de las cuales podrían escribirse varios tratados de psicoanálisis y tortura.
Avanzar por la ciudad invadida de coches es una aventura. Si no es una combi que se te cruza por la derecha es un microbús que viene por la calle contraria y cree que la luz roja del semáforo la han inventado para ignorarla. Como la solidaridad es un bien escaso, se forman los atracones ("tacos" les dicen en Chile) que tiene su origen en la estrechez mental de algunos conductores (me pregunto qué pasaría si una prueba de inteligencia y otra de cultura general fueran necesarias para tener brevete).
Después de perder más de media hora en recorrer los cinco kilómetros que separan mi casa de la carretera, logramos ingresar a la vía rápida, cuando la noche ya tendía su manto sobre esta ciudad caótica y mal iluminada.
Íbamos llegando a la garita de control para pagar el primer peaje cuando el auto paró en seco. Si no fuera por la rapidez de sus reflejos, Ella, las bolsas del supermercado, nuestros maletines y yo hubiéramos terminado, según corresponde, en el hospital, el taller y el tacho de la basura. ¿Y para qué? Lo ignoramos. No había carros adelante, no los había detrás. Supusimos que el conductor tendría un boleto reservado en "Turismo Caronte" y por no estorbar su primer viaje, Ella le cedió el paso.
Es interesante ver cómo cambia el humor de una persona que maneja en las carreteras del Perú. "No me distraigas y mira atento la pista", me dijo ella en un tono áspero, distinto a la modulada dulzura a la que me tiene acostumbrado. Iba a iniciar el razonamiento de rigor para localizar las causas de sus molestias cuando de pronto, a diez metros de distancia, apareció de entre las sombras un ciudadano que, ignorando olímpicamente el crucero peatonal que se encontraba casi sobre nosotros, creyó audaz atravesar la carretera donde los vehículos circulaban a cien kilómetros por hora. Cuando los adjetivos salieron de su boca, callé inteligentemente...
Diez minutos después tuvimos que superar a un camión que iba zigzagueando por la pista; luego darle paso a un ómnibus descomunal casi sin luces que, por el espejo y de noche, parecía un carro que trataba de adelantarnos por la derecha; más tarde evitar chocar contra un camión estacionado al borde del camino a cuyo conductor se le ocurrió la genialidad de poner el triángulo de emergencia a sólo dos metros de distancia; y, por último, sentir a un hijito de mamá que pasaba a ciento sesenta kilómetros por hora en un deportivo del año que, seguramente, era de papi.
Finalmente, llegamos a la playa. Ella respiró aliviada y, como por arte de un mago antiguo, su sonrisa la iluminó de nuevo.
El medio centenar de muertos en tres accidentes de carretera que la mañana siguiente anunciaba el diario y el informe especial sobre los cadáveres que deja mensualmente la imprudencia de los que ignoran los pasos peatonales en las vías rápidas, fueron razón suficiente para que el regreso lo hiciéramos de día y yo me negara, por enésima vez, a iniciar mis clases de manejo...
Publicado en letralia.com; Foto: letralia.com