< Detras de la cortina

La ciudad de la bulla

Lima se ha vuelto la ciudad de la bulla. Nadie puede dudarlo. Ya no es sólo parte del entorno, muchas veces es el entorno mismo, que nos agrede a cada instante, y que no nos permite escuchar otros sonidos. Pero lo peor de todo es que nos estamos acostumbrando a este estado de cosas.

La bulla empieza por lo más simple: un niño malcriado, un perro que se queda sin comer. Pero ésta, ciertamente, no es la más grave ni la más acuciante. Acá lo terrible es como ciertos comportamientos y actitudes se han tolerado indebidamente en muchas ocasiones, aún cuando sobrepasan los límites permitidos por la misma autoridad. La desidia municipal conlleva a incrementar o tolerar el problema, y eso pasa por el vecino que programa su aparato de seguridad a las seis de la mañana y ésta suena una vez. No suena mucho, sólo el necesario para despertarnos. También están esas alarmas que se emplean en el auto, que se activan o distancia, hipersensibles. Y sin embargo no impiden los robos.

Dentro de este festival de ruidos se encuentran también los centros comerciales y tiendas por departamentos con sus petardos para inaugurar sus locales, provocando el retumbar de las ventanas, el llanto de los niños, el sobresalto de los vecinos y la angustia de los perros. A las 12 del día, a las 6 de la tarde, a las 11 o 12 de la noche. No les interesa. Ruidos muchas veces terribles, que no llaman a la alegría, y que se confunden con otros que no quisiéramos recordar.

Otros sonidos insufribles son aquellos que provienen de los conciertos, ahora que Lima se ha convertido en un buen mercado. El problema no son pues los conciertos sino la falta de aislamiento acústico de los locales, afectando a los vecinos, especialmente a aquellos que no les gusta esa música, la cual se convierte en escándalo, y ante los cuales, el Estado, por cierto, representando por la municipalidad, no hace nada, excusándose en un “sólo podemos oficiar a tal municipio”. Si el estado, representado por el municipio no puede hacer algo tan simple, y sobre lo cual hay ordenanzas. ¿Se le puede pedir una reforma? Pero ése es otro problema.

En cualquier calle de la ciudad, especialmente en las zonas populosas, se ha vuelto costumbre cerrar las vías para hacer fiestas. El resultado muchas veces es bulla, cerveza y grescas. No estamos en contra de la diversión ni de la celebración, pero sí del caos y de la contaminación auditiva, la cual en Lima ya pasó largamente los límites, y nos está enloqueciendo.

Los locales por supuesto, ocupan un lugar y un espacio privilegiado en esta lista. La falta de acústica y los excesivos decibeles se tornan en un verdadero infierno para los residentes. Claro, los propietarios tienen derecho a ganar dinero, los clientes a divertirse, pero los vecinos tenemos derecho a dormir. De hecho, esa fue una de las razones por la que nos mudamos de las cercanías de una conocida peña en San Borja a otro lugar de la ciudad. Los borrachos  y los escándalos estaban en la orden del día (y de la noche), acompanados, claro está, de las bombas de Sendero Luminoso. Hoy en Barranco, Miraflores, San Miguel o en Pueblo Libre los locales proliferan sin ningún control. Sitios donde el estrépito y el escándalo son la norma. Y ojo que no hablamos de tributos, del acceso a menores de edad, de personas bajo efectos del alcohol, drogas, o de personas de mal vivir, etc. La municipalidad, por lo general, sólo convalida esta situación, o cierra los locales por unos días. En ocasiones al amparo de la Acción de Amparo, que termina totalmente desvirtuada.

También están en este grupo los particulares que hacen fiesta frecuentemente, incluso entre semana. Es su casa, cierto, pero el vecindario es nuestro hogar. En cualquier otra ciudad civilizada -de esas en las que añoramos vivir, pero no imitamos sus buenas costumbres- una reunión escandalosa termina rápidamente, pero por lo general acá finaliza con la luz del alba, o cuando los últimos parroquianos se van.

Pero este panorama también se presenta en las calles y en las pistas, en los mercados y en las combis. Basta darse una vuelta por la avenida Abancay que combina la contaminación del aire y la sonora.

Otro símbolo frenético e insoportable de este entorno es el claxon del automóvil. Algún autor denominó a Lima “la ciudad del Claxon”. Claxon para presionar, para pasar, detener al que nos estorba, para buscar pasajeros (taxis y colectivos), la bocina de aquel que- a modo de ritual- espera que su cita o pareja baje rápido, y entre tanto molestan. Junto a ello está la radio de los colectivos y taxis, las cornetas de los panaderos y heladeros para trabajar. ¿No hay maneras más armoniosas para trabajar y vivir en la ciudad?

Que quede muy claro: no nos oponemos a los inevitables sonidos de una ciudad sino al uso indiscriminado de artefactos y aparatos, así como a los desbordes sonoros de rituales o celebraciones que hacen de los vecindarios una explosión de sonido que afecta nuestra vida cotidiana y nuestra convivencia.

Una ciudad silenciosa puede ser una ciudad triste, pero una ciudad bullanguera resulta insoportable. Tal vez sea la hora de buscar un punto medio, antes que sea demasiado tarde para la psiquis de nuestra sociedad.