Detras de la cortina

Cuento: Con la misma piedra

A mis veintiún años, con carro y la plata que me quedaba, luego de pasarle la pensión por alimentos a la madre de mi hija, no me resultaba complicado tener enamorada. Sumado a ello, poseía grandes dotes de donjuán durante ésa, la plenitud de mis años mozos. Sin embargo, por aquellas semanas, andaba más bien desapasionado. Seguía afectado por la conclusión de una relación de medio año, desde la que sólo tuve encuentros fugaces —y frugales— con alguna que otra fémina.

Mi morada se reducía a ochenta metros cuadrados, en un departamento en plena avenida Pardo, que compartía con un amiguete algo mayor que yo. Un excéntrico e intelectual, que según el decir de la gente, era un cholón culto y aspirante. Nos llevábamos bien, cada uno metido en lo suyo y sin incomodar al otro. Solíamos intercambiar libros y algunas noches en las que no teníamos nada que hacer, departíamos acerca de literatura, fútbol, mujeres y un sinfín de banalidades.

Así fue como una fría noche de sábado invernal, mientras leía un libro de Scorza, noté su silueta colarse por el umbral de la puerta de mi caótica habitación.

—Pelucón, ¿y si nos tomamos unas cervantes?

—Juancho, ¿qué tal? ¿Dónde?

—Acá nomás, en la sala. Tengo un jonca en la refri.

—¿Ahorita?

—Claro. ¿Por qué? ¿Tienes planes?

—No, no. Bacán. Dame cinco minutos y salgo.

Chupar era algo que, a esa edad, siempre me animaba, así sea en casa y sin mujeres; aunque las tertulias con libre pensadores de cafetín, las disfrutaba sin necesidad de acompañarlas con licor. De manera que, me cambié y salí a la sala. Juancho había puesto un casete de Travolta en la radio y servido un par de vasos.

—¿Cómo te fue durante la semana?

—Bien. Todo sin novedad. La chamba se ha puesto medio pesada, pero nada del otro mundo. ¿A ti?

—¿Cómo van las importaciones? ¡Ah, verdad! Antes de que se me olvide. Ayer vi Muerte de un magnate de Lombardi, estuvo buenaza. No te la pierdas.

—Ahh, ¿la de Lucho Banchero?

—Ajá.

—¿Dónde la viste?

—Acá, en el cine Pacífico.

—¿Es cierto que han abierto buenas discotecas por allí?

—Ni idea, pelucón. Si quieres vamos a tirar lente al toque.

—Acabamos un par de vasos y vamos pues. Hace tiempo que no salgo de cacería.

— ¡Uy!, ¡flaquitas! Vamos de una vez, que ya se me picó el diente.

—Vamos pues, compadre.

Bajamos a la calle y caminamos hacia Larco. ¡Qué rico era rico caminar por Larco por esos años! Sin tanta gente, sin tanto tráfico, sin ambulantes, sin choros. De pronto, en menos de lo que pensábamos, dimos a parar con un bar-café de ambiente rústico, lleno de gente estrafalaria, vestidos como si estuvieran en una fiesta de disfraces y que más tiraban para frikis que para bohemios o borrachos. Pero de todas formas el sitio se prestaba para libar con tranquilidad, sin descuidar el objetivo principal que era conocer a algunas casquivanas novias de nadie.

Nos sentamos en una mesa apartada, en una esquina que consideré adecuada, para poder divisar desde allí a todas las potenciales presas cuando, de repente, apareció la mesera que nos atendería. Era una rubia de ojos verdes, estatura mediana, delgada, armoniosas formas y bien parecida. Le entregó la carta a Juancho y luego a mí. La miré. Ella también me miró. Sonrió tímidamente y se retiró.

Sentí que se me paralizaron cuerpo y mente. Algo de ella me atrajo tan súbita y profundamente, que no demoré en presagiar que me estaba enamorando. Era amor a primera vista, sin lugar a dudas. Sospeché también que de alguna manera le impresioné, no por gusto me había sonreído. Estaba seguro de que debía hacer algo. No iba a dejar pasar la oportunidad de conocer al amor de mi vida.

A partir de ese momento, dejé de lado la idea de buscar en otra mesa alguna aventura nocturna, pero no le comenté nada a Juancho por lo insólita que resultaba ser la situación. Tengo que tomarme un par de tragos para que fluya con naturalidad mi cometido —pensé—. Pero no se me ocurría cómo iniciar una conversación asertiva, que vaya más allá de la relación de cliente a camarera.

Al regresar, le pedimos una jarra de cerveza y un par de club sándwichs. Aproveché para rozarle sutilmente un par de dedos al entregarle la carta. Me volvió a mirar y esta vez no sonrió, pero noté una discreta expresión de felicidad en su rostro. Me imaginaba que iba por buen camino y que la atracción era recíproca.

***

Ya eran las dos de la mañana. Habían transcurrido las horas, las jarras y los aperitivos. Estaban a punto de cerrar el local y todavía no me manifestaba explícitamente, más allá de sonrisas y cuasi caricias. Era hora de irnos y posiblemente de firmar la derrota definitiva. No podía creer que mi creatividad diera para tan poco, en especial en medio de un estado semietílico, que lejos de favorecer mi desinhibición, conseguía que me atemorice ante la idea de cometer algún error que me cueste caro. Sólo tenía como consuelo saber que era probable que ella siga trabajando en ese sitio, al menos por un tiempo, y que yo podía volver próximamente con un plan de acción preconcebido.

Sin embargo, no me di por vencido y aparte de dejar una generosa propina en el estuche en que trajo la cuenta, coloqué mi tarjeta aunque sin ningún añadido escrito.

- ¿Qué haces, pendejo? — me preguntó Juancho riéndose.

- Por si las moscas nomás — respondí discretamente.

Sentí un gran alivio camino de regreso a casa. Iba a ser notoriamente deshonroso volver sin intentar nada. Ahora la pelota estaba en su cancha, era ella la que tenía que llamarme. Me salvó la tarjeta —dije para mis adentros—. Cómo no se me ocurrió antes —agregué—. Estaba convencido de que llamaría, ya casi sentía la gloria entre mis manos. Sólo era cuestión de esperar.

***

Poco a poco fueron pasando los días, las semanas y los meses y no supe más de ella. Había descendido a un estado de resignación y desesperanza tal, que trataba de autoengañarme creyendo que tal vez esa misma noche se le perdió la tarjeta o que a lo mejor aún no tenía teléfono en su casa. A pesar de todo, fue inevitable que paulatinamente vaya perdiendo relevancia entre mis pensamientos. Lo que nunca consideré una opción, fue regresar a aquel lugar.

Terminó por pasar un año y yo me mantenía en el mismo estado emocional de los días previos a conocerla. No volví a enamorarme ni mucho menos a tener una relación. De vez en cuando conseguía alguna chica, de dudosa conducta, para pasar la noche y como último recurso, recurría al burdel en que debuté.

Si bien llegué a consolidarme laboralmente y a ocupar puestos cada más relevantes en la empresa familiar, gracias a la creciente demanda de importaciones de maquinaria industrial; la falta de sobresaltos y la monotonía en la que se volcó mi vida estaban a punto de asfixiarme. Lo único interesante que hice en todo ese tiempo, fue cambiar mi Toyota viejo por un Camaro del año y festejar a lo grande la clasificación de Perú al mundial de España ochenta y dos.

Fue una mañana de diciembre, en la que recuperé la efervescencia y la libido que tanto me habían caracterizado durante la adolescencia. El terremoto anunciado por Brady ocurrió, pero en mi corazón. De un segundo a otro. Un incidente. Una llamada. Un rumbo que giró ciento ochenta grados. ¿Aló?...Hola…¿Cómo estás?...Claro, ¿cómo no me voy a acordar?...Tranquilo como siempre…¿En serio?...Me encantaría…Claro…No, no tengo nada que hacer…Seguro…Mejor…¿A qué hora?...Te voy a buscar…¿Por qué?...Bueno…¿Parque Salazar? ¡Listo!...Ya…Bueno…Chau, un beso.

— ¡Juancho, me llamó!

— ¿Quién?

— ¡La mesera!

— ¿Qué mesera?

— ¡La rubia!

— ¿De qué hablas?

Me metí al baño sin responder. Tenía sólo dos horas para llegar y no quería ser impuntual en la primera cita. Me bañé, cambié, peiné y perfumé. Volvió a mi memoria la imagen vívida de ella. Estaba extasiado, con una sonrisa infinita, más optimista que nunca y sobre todo, más ganador que nunca. Cogí las llaves del carro, abracé a Juancho y encendí un Premier. Todavía quedaba una hora, pero quería salir ya. No importaba tener que esperar.

Estuve allí quince minutos antes de la hora pactada y ella llegó a los cinco minutos. Estaba igual que la primera vez. Simplemente preciosa. Corrí a abrazarla y fui correspondido. Me sentí más enamorado que nunca y entendí que Dios fue quien quiso que nuestros caminos se juntaran. Todavía no sabía su nombre, pero me bastaba con sentir su corazón latir junto al mío. La besé. Nos dijimos infinitas cosas sin abrir la boca. Una suerte de vibra nirvanezca inundaba nuestros cuerpos durante esos segundos.

-Desde el día que te conocí no he podido dejar de pensar en ti —le confesé candente.

-Yo tampoco - me respondió con extremada parsimonia.

-Estoy perdidamente enamorado de ti.

-Creo que yo también de ti.

Ese día terminamos en el Cinco y medio. Nos juramos de todo y dimos rienda suelta a nuestro inconmensurable amor sinuoso, fantástico y de ensueño que parecía indisoluble y eterno. Fue como un big bang pasional que no cesaba de expresar físicamente, entre revolcadas y fogosidad sexual, todas las emociones y sentimientos que experimentábamos al estar juntos.

A su lado viví días inolvidables, empezando por los del verano en que comenzó nuestro romance. Nunca una persona había sido capaz de hacerme tan feliz, ni de compenetrarse conmigo casi hasta el punto de fusión. Y si bien nuestra relación existirá en mi mente para siempre, por ser mágica, sensual, empática, telepática y divertida; no me equivoqué cuando pensaba que en el amor se llega muy rápido a la cima y a partir de ahí todo es descenso. Con el paso del tiempo no dejé de vivir amores intensos; sin embargo, no intentaría nuevamente perpetuar sentimientos —casi por definición— anacrónicos e irrepetibles, así como tampoco trataría de hacer pasar a un camello por el ojo de una aguja.

 

@