< Detras de la cortina

Días de playa

Hace tiempo que queríamos ir y aprovechamos los últimos días de nuestras vacaciones para hacerlo. Luego de insistir, convencimos a un estimado amigo en visitar la playa, porque, valgan verdades, en verano, provoca vivir no con el agua, sino bajo el agua. Aunque sea para peces de tierra como nosotros.

Optamos para hacerlo como ciudadanos de pie o de combi. Por la Panamericana Sur. Llegamos bien. Nuestro destino era San Bartolo, lugar casi melancólico, pues ahí fue donde pasamos, junto con Pucusana, vacaciones estupendas. Estamos hablando del año mil novecientos… no interesa.

Antes de eso, habíamos ido algunas veces, pero espaciadas, a fines de los noventa, a Santa María, donde la pasamos muy bien, a San Bartolo, hace unos diez años y a Asia, donde no nos divertimos mucho, tanto así que terminamos en Punta Hermosa. Quizá tuvimos mala suerte en lo que es el primer balneario del sur, aparte que su aspecto similar al Jockey Plaza no nos cuadra. Y no tenemos nada contra el Jockey Plaza. Y por supuesto, nuestra divertida y bizarra fiesta en Punta Roquitas, mencionada en otra crónica.
 
Pero cuando estuvimos en San Bartolo era un balneario casi mesocrático, con chalets de dos plantas, un famoso malecón y bastante extensión de playa. Nuestra suculenta comida era antecedida por una visita a la playa y precedida por una sobremesa, y más playa. O paseos en bicicleta. O juegos. Nuestra mayor preocupación era que no acaben las vacaciones.
 
Esta vez, ya en el lugar, caminamos hacia la playa, y lo primero que vimos fue cómo se está “limeñizando” con lo bueno y lo malo de ello. Observamos casas modernas, y otras definitivamente remodeladas, pero no la casa del amigo que nos había albergado hace tantos años. Una casa más o menos grande que tenía un patio exterior donde se podía conversar sin pensar en una preocupación tan citadina y cotidiana como la seguridad. 
 
Algo más que observamos fue los edificios de tres o cuatro pisos que abundan en Lima, hoteles de más a menos elegantes, (algunos con precios en dólares) y muy buenas vistas, y también notamos que el tipo de veraneante de este lugar es más mestizo que antes. Y la concurrencia mayor. 
 
Pero hay algo que nos aterró, como ya lo había hecho el año anterior: el mar le estaba ganando terreno a la arena. Como si se cortaran las pistas y se engrosaran las veredas. Suponemos que esto puede tener algo que ver con el cambio climático.
 
Luego recorrimos el malecón y observamos lo que queda de su prestancia, con sus casas y los tablistas (es una zona ideal para la práctica de este deporte).
 
Es más, en la misma playa se han montado módulos donde particulares y empresas ofrecen clases. Aparte de la apreciable cantidad de personas que ofrecen sombrillas. El emprendimiento bajo el sol. Nosotros nos quedamos en un sitio céntrico, y alquilamos una sombrilla por 10 soles. Claro, sin auto y por un día, no tenía sentido llevarla.
 
El calor estuvo con nosotros y la conversación. A eso de la una fuimos al almorzar, y pedimos el menú marino de rigor, por lo menos para nosotros: jalea y cebiche. Y no estaba nada mal. Nos dijeron que era corvina. Pero ninguno de esos dos platos vale 25 soles. No tomamos cerveza, sólo Inca Kola.
 
Después del almuerzo, regresamos a la playa, nos mojamos, y vimos a los veraneantes y a alguna bañista guapa (suponemos que la mayoría visitarán otras zonas) e inmediatamente nos regresamos. 
 
El auto entró por Huaral y a la altura de Villa El Salvador nos sorprendió el aniego y estuvimos más de 30 minutos detenidos. La incompetencia de la empresa de la capital (Sedapal) afectó nuestra divertida excursión a la playa. Dicen que por las tuberías. Y se afirma que las tuberías están colapsando también no sólo por la ineficiencia de Sedapal, sino por el boom inmobiliario. Ése que tememos se vuelva una burbuja inmobiliaria y afecte la ciudad (incluyendo San Bartolo), y el país.
 
Nuestro amigo dijo que la próxima vez iríamos en auto. Estamos esperando, y luego de ese embotellamiento, dudamos mucho que saque su auto, que casi no usa, para huir de la ciudad y llegar a San Bartolo, esa playa que parece que no nos reconoce.