< Detras de la cortina

Constitución y asamblea constituyente satanizadas

Una polarización reflejada en cuestionamientos a ambos conceptos. Foto: El montonero.

El debate político nacional ha vuelto a centrarse en la vigencia de la Constitución Política del Perú y la convocatoria a una Asamblea Constituyente para cambiarla. Sumergidos en un clima de polarización que llega hasta el hartazgo social, y en cuyo marco en el Congreso de la República han sido desestimadas hasta cuatro proyectos sobre adelanto de elecciones, deberíamos decir, con todas sus letras, que estamos viviendo auténticos tiempos de drama político-social nacional, pues sin capacidad para concentrarnos en el crecimiento y el desarrollo como Estado nación, los peruanos seguimos avasallados por la obsecuencia de discursos que van desde posiciones imperativas, desdeñadoras, obsecuentes y recalcitrantes hasta planteamientos irresponsables, desordenados, ideologizados, empíricos y demagógicos que siguen llevando a los peruanos, en los últimos cinco años con seis presidentes a cuestas, al estado de desgracia nacional, al alejarnos del camino hacia el desarrollo nacional.

Antes de referirme a aspectos económicos y jurídicos –en ese orden–  sobre las varias cosas que se vienen diciendo y muy mal por exponentes, de un lado, de la izquierda peruana –que satanizan a la Constitución de 1993 sin conocer sus grandes bondades–, y de otro, de la derecha de nuestro país –que satanizan a la institución de la Asamblea Constituyente, conociendo claramente su exacta naturaleza política–, quiero recordar mi adicción total con convicción jurídica y ciudadana, a la Carta Magna de 1993, la norma jurídica más importante de nuestro ordenamiento jurídico y responsable de que hoy el país no cuente la tragedia económica –paradójicamente es lo que más se argumenta para cambiarla–  que vivimos en el pasado. Y si lo quiere de otra manera, la ley de leyes del Estado peruano que nos ha permitido en los últimos treinta años, el crecimiento económico que jamás tuvimos y que mezquinamente se quiere desconocer, superponiendo deliberadamente una montaña de imperdonables mentiras.

En efecto, que nadie le diga cuentos, estimado lector, sobre todo aquellos que se han dedicado a la referida satanización de la Constitución de 1993, solamente porque fue sancionada –29 de diciembre de 1993– , durante el gobierno de Alberto Fujimori que el año anterior había dado el autogolpe de Estado. Debo recordar de que la Carta de Magna de 1979 fue sancionada el 12 de julio de 1979 –Víctor Raúl Haya de la Torres, en ese momento, el líder político vivo de mayor simbolismo de nuestra historia política del siglo XX, fue presidente de la Asamblea Constituyente que la creó y estampó su firma en la Carta Magna– , durante el gobierno de facto del general Francisco Morales– Bermúdez Cerruti (1975– 1980), durante la segunda fase del denominado Gobierno Revolucionario de la Fuerzas Armada.

Sostener, entonces, de que la Constitución de 1993, fue dada durante una dictadura y que por tanto no es legítima, es completa ignorancia o deliberada insania ciudadana de sectores demagogos promovidos por prejuicios políticos pues la Constitución fue sometida a referéndum, y por tanto, por su resultado, quedó ipso iure aprobada por el pueblo, que es el soberano. Digamos la verdad, es decir, que pocas veces las constituciones políticas son hechas en medio de un vigente estado democrático y ello se explica precisamente porque el imperio de crearla surge de las entrañas de los pueblos que anhelan ponerle coto a las dictaduras no teniendo más remedio que producirlas en medio de regímenes políticos no deseados. Así ha sucedido en la historia constitucional del Perú y es fácil y ampliamente verificable en el derecho constitucional comparado.

Por lo anterior, porque los peruanos sabemos la única verdad, es decir, que ambas Constituciones –la de 1979 y la de 1993– , fueron redactadas por cuerpos jurídico– políticos con cualidades de representación del pueblo dado que surgieron de la voluntad del pueblo mismo, la de 1979, por una Asamblea Constituyente, y la de 1993, por un Congreso Constituyente, que son cuerpos políticos dedicados ad hoc a crear la Carta Magna, a nadie debería quedarle un ápice de duda sobre el origen legítimo de ambas cartas constitucionales.

Aunque me referiré líneas más abajo a la naturaleza jurídica de una Asamblea Constituyente, pegado a la doctrina del derecho constitucional general que consagra abrumadoramente que la razón principal para el cambio de una Constitución, de un lado, es el decurso relevante del tiempo que termina modificando ostensiblemente el modus vivendi de un pueblo volviendo desfasadas a las instituciones jurídico– políticas en ella contenidas, y de otro, el impacto negativo en la economía de un Estado, imputado precisamente al modelo económico establecido en la Constitución Política, en el marco de mi defensa de la actual Constitución, solo haré referencia a dos signos económicos visibles e incontrastables que justifican con creces el objeto de conservarla. Por solamente referirme en este artículo a la clase media peruana –pudiendo hacerlo con sectores socioeconómicos con mayores complejidades e incluso más vulnerables–, comprar un auto del año en la actualidad ya no es un lujo como en los años ochenta en que a las justas se podía pensar en adquirir y con mucho esfuerzo, uno usado; o la oportunidad de realizar un viaje al extranjero, con orden y disciplina en nuestras cuentas, y gracias a una incontable variedad de paquetes u opciones, debido a la libre competencia, podemos programar sin problemas y sin exageraciones, paseos familiares a las playas del Caribe, a Norteamérica o Europa.

Estos dos signos visibles e inobjetables que acabo de describir y que debemos al modelo de una economía social de mercado consagrada en la Constitución de 1993, hay que decirlo muchas veces y relievarlo. En efecto, pensando en las referidas clases medias, por cierto históricamente las más golpeadas en la historia de la sociedad internacional –los arquitectos de la Revolución Francesa de 1789 lo fueron la denominada burguesía, el sector pensante del Estado Llano (el tercero en la Francia de ese momento), y en nuestra región, últimamente y con creces, lo que hizo la clase media chilena, por cuyas protestas en 2019, el país sureño se determinó decididamente a cambiar la Constitución de 1980, dada durante el gobierno del dictador Augusto Pinochet Ugarte (no es objeto de esta columna reflexionar sobre la actual circunstancia política frustrante de los chilenos que aún no han podido aprobar una nueva Carta Magna)– , los peruanos no deberíamos taparnos los ojos para desconocer, entonces, las bondades económicas que nos viene dando el referido modelo económico consagrado en nuestra Constitución que por cierto los que la critican lo hacen sin conocer exactamente sus enormes atributos. 

Conviene aquí decir, entonces, algunas precisiones sobre el modelo económico –repito–  harto satanizado en nuestro país. El artículo 58° de la Constitución de 1993 establece que “La iniciativa privada es libre. Se ejerce en una economía social de mercado”. Cuando se habla de economía social de mercado tenemos que pensar en una fórmula económica intermedia, ecléctica, que recoge las bondades de la economía capitalista (individualismo económico) y de la economía planificada (colectivismo económico), es decir, la economía social de mercado –acuñada por el alemán Alfred Müllen– Armack en 1946, y defendida por los teóricos de la Escuela de Friburgo– , valora y defiende la libertad de la iniciativa privada o de los particulares pero también asume como importante el rol del Estado, cuya participación debe hacerse con el exclusivo objetivo de asegurar el bienestar de la población pero sin volverse el actor principal del modelo y mucho menos queriendo regular la economía del país, más bien en manos de la referida iniciativa privada que, por cierto, no debe leerse que yace en manos de los pocos grandes empresarios, que los tenemos como en muchos otros países, sino, en cambio, en manos de los muchos pequeños y medianos empresarios, que son los verdaderos motores del crecimiento de un país.

La economía social de mercado, entonces, imprime el carácter de justicia social y de equidad al fenómeno económico a un país pues al tiempo que alienta las referidas pequeña, mediana o gran empresa, sin tabúes ni prejuicios, asume que el Estado no puede ser ajeno o desatender las necesidades de las mayorías, generalmente las más vulnerables, por las que siempre debe velar y estoy de acuerdo en ello. Por eso la economía social de mercado desprecia como yo, de un lado, al capitalismo salvaje e inmisericorde, que hace más ricos a pocos y más pobres a muchos –los empresarios y financistas estadounidenses desesperados por el impacto de la pandemia de la Covid– 19 a sus ganancias, satanizaron las cuarentenas y confinamientos como método para reabrir sus jugosos negocios cuanto antes, sin importar el alto número de muertos y contagiados que iba dejando a su paso la enfermedad– , y de otro, al socialismo– comunismo crónicamente conformista y retrógrado por excelencia que explota hasta los huesos el esfuerzo del talento individual como pasó a los médicos cubanos que vinieron al Perú, también por la pandemia, despojados o arrancados de su dignidad profesional y laboral, debieron darle todo el dinero que ganaron al Estado que les devolvió sólo migajas.

La economía social de mercado busca asegurar que todos tengamos igualdad de oportunidades dentro de una sana competencia que nos permita una calidad de vida digna y esto es lo que debemos explicar a nuestros compatriotas que llegan hasta Lima para protestar engañados por unos pocos malos peruanos que les hablan todo el tiempo mentiras de nuestra Carta Magna, sazonadas con una carga de resentimientos y enfrentamientos entre peruanos, buscando sacarle provecho a la inobjetable fractura social nacional que hasta ahora nuestra clase política de siempre no ha afrontado con mirada de futuro y de Estado, despojándose de sus intereses individuales o de grupo para voltear la página de nuestra historia bicentenaria y pensar en nuestro desarrollo.

En cuanto a la satanización de la Asamblea Constituyente por la derecha peruana, en primer lugar, quisiera recordar que la Constitución Política es la única norma jurídica –de la pirámide de Hans Kelsen, el más grande teórico del derecho positivo o derecho normativizado–  que tiene por su naturaleza constitutiva un origen político y por eso es en esencia una norma jurídica que consagra principios político– jurídicos como ninguna otra del ordenamiento jurídico de un Estado. Por tanto, su aprobación y legitimación es una prerrogativa del pueblo que la expresa por referéndum. Es de tal impacto político que quienes la han redactado previamente –asambleístas o constituyentes–  también son elegidos por el voto popular, de otra manera las constituciones serían normas jurídicas sin peso de legitimación.

Con lo anterior, que tampoco le echen cuentos, apreciado lector, pues una Asamblea Constituyente jamás debe ser vista con ojos de legalidad. Es decir, es un error creer que si no está prevista en la Constitución, o aunque fuera rechazada por una mayoría en el Congreso, su convocatoria es antijurídica, inconstitucional o anticonstitucional. Lo anterior es sumamente importante porque una Asamblea Constituyente es esencialmente en su origen una asamblea política y no jurídica, y su determinación es obra y magia del poder constituyente que es voluntad política, es decir, es “la voluntad constituyente del pueblo. Es anterior y superior a todo procedimiento de legislación constitucionalNinguna ley constitucional, ni tampoco una Constitución, puede señalar un poder constituyente y prescribir la forma de su actividad” (En Schmitt, Carl. Teoría de la Constitución. Madrid. Alianza Universidad Textos S.A. 1982, pp. 93– 103).

Esta verdad está vertida en la abrumadora doctrina del derecho constitucional de allí que la insistencia de un sector del discurso político peruano de sostener lo insostenible, es decir, de que no hallándose expresa ni tácitamente referida la Asamblea Constituyente en la Constitución Política, se la niegue, y hasta sometiéndola a procedimientos que supongan la consulta por referéndum como filtro para que sea consumada, es tan inconsistente jurídica y políticamente que podría calificarse como el método de la obsecuencia y que desde la academia no estoy dispuesto a sostener como lo referí en una entrevista al periodista Nicolás Lúcar, en febrero de 2022 y cuyo enlace comparto para ampliar lo expuesto en este artículo.

Tengamos presente de que una Constitución normalmente no establece la manera en que es derogada, sino solamente reformada pues el sentido de sancionar una Carta Magna es para que perviva en el tiempo como la de los Estados Unidos de América, creada el 17 de setiembre de 1787, y que solo tiene enmiendas. No debe costar a los políticos de la izquierda peruana, principalmente, aceptar o reconocer que una Asamblea Constituyente, desde la ciencia política y desde la doctrina del derecho constitucional, se da excepcionalmente, quedando descartado completamente el capricho o los intereses políticos. Tampoco debe cometerse la aberración jurídica por quererla de otra manera imponer, de soltar la idea de una reforma total de la Constitución como ha sido planteada por la presidente de la República, Dina Boluarte, dado que no existe la reforma total de una Carta Magna –como tampoco existe la reserva total de un tratado–  porque reformarla completamente es lo mismo que dar a luz a otra pieza o instrumento jurídico. 

La doctrina dominante del derecho constitucional refiere a la fuerza de una necesidad social –el eminente constitucionalista peruano, Enrique Chirinos Soto, hablaba de una revolución– , como en 1789, cuando Mirabeau, en el histórico Salón de Juego de la Pelota, en Versalles, mandó decir al rey: “Dígale que estamos aquí por voluntad del pueblo y no saldremos hasta darle una Constitución a Francia y solo nos iremos por la fuerza de las bayonetas”. Preguntémonos los peruanos: ¿Acaso vive el país una etapa de circunstancias políticas excepcionales como pretende sostener un sector minoritario de ciudadanos que buscan crearla engañados y hasta manipulados por algunos anarquistas o extremistas que en su desesperación recurren a las prácticas del vandalismo y del terrorismo?. Esas no son las calles de un acto revolucionario sino las calles de un acto revoltoso, que es distinto.

La convocatoria a una Asamblea Constituyente jamás deviene de un acuerdo de los partidos políticos de un Estado y mucho menos de “la propia Constitución porque está por encima de ella”, como bien lo reconocieron Marcial Rubio y Enrique Bernales al afirmar que “…dentro de la teoría del Poder Constituyente, el pueblo no está limitado en el ejercicio de dicho poder y puede rebasar cualquier disposición establecida” por los parlamentos pues su poder es superior. No debe ser difícil para un buen asesor –diría mejor que es su deber–  explicar con honestidad académica a los congresistas de que el referido poder constituyente siempre se ejerce sin ataduras al poder político porque el poder constituyente es el poder del pueblo y este poder jamás se haya sometido ni subordinado a un ordenamiento jurídico con la Constitución Política a la cabeza porque el poder constituyente es más bien el que crea la Carta Magna y no al revés.

Es tan mentira ciclópea e insulto a la doctrina constitucional, entonces, argüir que convocar a una Asamblea Constituyente para cambiar una Constitución, aunque la crea idónea, depende del Congreso, cuyos miembros expresan el denominado poder constituido, de fórmulas de procedimiento legislativo o de algunos artículos de la propia Carta Magna, como lo es también creer que por tratarse del poder omnímodo del pueblo –así debe entenderse al poder constituyente–, entonces la Asamblea Constituyente deba ser convocada porque se le ocurra a algunos aprovechados que irresponsablemente quieren jugar con el destino de la patria.

Como hombre del derecho de mi patria, llamo a la sensatez política con el eminente y universal Maurice Hauriou para quien, reconociendo la importancia de una Asamblea Constituyente, sostuvo de que la fuerza del poder constituyente “es una erupción del derecho revolucionario y la libertad política”, es decir, que este y aquella solo aparecen en circunstancias excepcionales o atípicas en la vida de un país y en la que es incontrastable la verificación de hechos de impacto indubitable profundo y transformador que por su sola existencia por todos lados atestada de certeza haya producido potentes trastocamientos en el pacto social establecido modificando el modus vivendi de cobertura nacional. La evidencia de nuevos paradigmas en la vida política de un Estado que hace insostenible persistir con un statu quo jurídico y político, vuelve a cualquier momento presente, obsoleto y riesgoso para el destino de la gobernabilidad de un Estado. ¿Será eso lo que pasa a nuestro Perú?. ¡Por supuesto que no! Dejemos, entonces, las satanizaciones de uno y de otro lado porque se vuelven en armas idóneas para la polarización política que nos sigue mermando, y decidamos con elevación el destino del realismo político que exige nuestro futuro y que no es otro, a mi juicio, que recuperar el tiempo perdido para no convertir a estos últimos años de nuestra vida nacional en la segunda prosperidad falaz de nuestra historia republicana pues mirando retrospectivamente a la primera de mediados del siglo XIX en que dejamos pasar las bondades devenidas de la bonanza del guano y el salitre, por sus consecuencias solo anduvimos en procesos de sobrevivencia política acostumbrándonos como hasta ahora, a parchar nuestro destino en el frente interno e internacional.

Publicado el 6/2/23 en https://elmontonero.pe/

*Excanciller de la República. Profesor de Política Exterior de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.